Fragmento publicado con autorización de Aquelarre Ediciones, oriunda de la ciudad de Xalapa. La novela ha sido traducida y prologada por Jorge Bustamante García.
Poco después de la una de la mañana regresó a su estudio. Envió al criado a encender las velas y se tapó la cara con ambas manos cuando se tiró a la silla cerca de la chimenea. Nunca había sentido tanta fatiga corporal y mental. Había pasado toda la tarde con damas agradables y hombres educados. Algunas de las damas eran hermosas, casi todos los hombres eran inteligentes y talentosos, y él mismo departía feliz e incluso brillantemente... y, a pesar de todo, nunca antes lo habían dominado y asfixiado tanto, y con tal fuerza, el taedium vitae del que hablaban los romanos y el “disgusto por la vida”. Si fuera un poco más joven lloraría de tristeza, de aburrimiento, de irritación: una amargura corrosiva y ardiente, como el amargor del ajenjo, llenaba toda su alma. Algo fastidiosamente odioso, repugnante y penoso se apoderó de él por todos los lados, como una noche otoñal abatida, y no sabía cómo escapar de esa oscuridad, de esa amargura. No tenía sueño, sabía que no iba a dormir.
Se puso a reflexionar... lenta, tibia y ferozmente.

Pensaba en el ajetreo, la inutilidad, la falacia de todo lo humano. Por su mente pasaron todos los años de su vida (acababa de cumplir 52) y en ninguno encontró consuelo. En todas partes el mismo trasiego perpetuo del vacío al vacío, el mismo empuje del agua, la misma autoestima, mitad honesta y mitad consciente, lo que sea que el niño exija con tal de que no llore, y de repente, sin duda, el cabello se tiñe de blanco, sobreviene la vejez, y con ella crece el miedo a la muerte, un miedo cada vez más corroído... ¡y pum, al abismo! ¡Ya sería bueno que con la vida ocurriera así! Pero, tal vez, antes de que ella acabe vengan, como el óxido por el hierro, la fragilidad, el sufrimiento... No, no se imaginaba el mar de la vida cubierto por olas tempestuosas, como lo describen los poetas; él se lo imaginaba impasiblemente suave, inmóvil y transparente hasta el fondo más oscuro. Él mismo se veía sentado en un barco pequeño e inestable, y allí, sobre ese fondo oscuro y lodoso, a semejanza de los grandes peces, apenas le parecía ver milagros aberrantes: todos los males de la vida, las enfermedades, la angustia, la locura, la pobreza, la ceguera... Está mirando, y uno de esos milagros aberrantes sale de la oscuridad, sube más y más, es cada vez más evidente, cada vez más repugnantemente evidente. ¡Un minuto más y el barco en el que está podría girar! Otra vez ese milagro aberrante pareciera estar apagándose, se retira, baja hacia el fondo, yace ahí, menea un poquito su curso... Pero el día señalado llegará y va a volcar el barco.
Sacudió la cabeza, saltó de la silla, cruzó la habitación dos veces, se sentó en la mesa de escritura y, jalando un cajón tras otro, se metió en sus papeles, en las cartas viejas, la mayoría de ellas de mujeres. Él mismo no sabía por qué lo hacía, no buscaba nada, solo quería hacer algo para alejarse de los pensamientos que lo inquietaban. Después de dar la vuelta a varias cartas (una de ellas contenía una flor seca, pegada con una cinta), se encogió de hombros y, mirando hacia la chimenea, las echó a un lado, quemando probablemente toda esa basura innecesaria. Metiendo sus manos apresuradamente en uno o en otro cajón, de repente abrió los ojos y sacó con sigilo una pequeña caja de una antigua cubierta, y levantó lentamente su tapa. En la caja, debajo de una capa doble de papel de algodón amarillo, había una pequeña cruz de granate.
Durante unos instantes miró con perplejidad esta cruz y, de repente, lanzó un grito casi inaudible. Sus rasgos no reflejaron ni arrepentimiento, ni alegría. Semejante expresión la tiene el rostro de una persona cuando se encuentra repentinamente con otra a la que había perdido de vista hace mucho tiempo, a la que amó con ternura y que, de pronto, ahora aparece ante sus ojos, toda entera pero ya toda cambiada por los años. Se levantó y regresó a la chimenea, se sentó en la silla otra vez, y se tapó la cara con sus manos... "¿Por qué hoy? ¿Por qué precisamente hoy?", pensó, y recordó muchas cosas que hacía mucho tiempo habían sucedido...

Pero primero tenemos que decir su nombre, su patronímico y su apellido. Se llamaba Dmitri Pavlovich Sanín.
He aquí todo lo que él recordó…
I
Era el verano de 1840. Sanín había cumplido veintidós años y se encontraba en Frankfurt, de regreso de Italia hacia Rusia. Era un hombre con una pequeña fortuna, independiente, casi sin familia. Después de la muerte de un familiar lejano, le quedaron varios miles de rublos y decidió viajar al extranjero, antes de entrar al servicio, antes de someterse definitivamente al yugo burocrático, sin el cual la subsistencia asegurada se le volvía inconcebible. Sanín cumplió con precisión su propósito y ordenó de tal manera sus recursos, que el día de su llegada a Frankfurt tenía exactamente el dinero necesario para llegar a Petersburgo. En 1840 había muy pocos ferrocarriles; los turistas distinguidos viajaban en diligencia. Sanín reservó un lugar, pero la diligencia partiría hasta las once de la noche. Quedaba mucho tiempo. Afortunadamente, el clima era muy bueno y Sanín, después de almorzar en el famoso hotel El Cisne Blanco, se dispuso a deambular por la ciudad. Fue a ver la Ariadna de Dannecker*, escultura que no le gustó, y visitó la casa de Goethe, de quien solo había leído el Werther en la traducción francesa; caminó por la orilla del Meno, se aburrió como corresponde a un viajero decente. Finalmente, a las seis de la tarde, cansado, con los pies empolvados, fue a parar a una de las calles más pequeñas de Frankfurt. Durante mucho tiempo después no pudo olvidarse de esta calle. En una de sus pocas casas, vio un cartel que se anunciaba así al transeúnte: “Confitería italiana de Giovanny Roselli”.
Sanín entró para tomar un vaso de limonada. En la primera habitación, detrás de un modesto mostrador, en las estanterías de un armario pintado a la manera de las farmacias, había varias botellas con etiquetas doradas y muchos botes de vidrio con bizcochos y galletas de chocolate y caramelos; sin embargo, no había ni un alma en esta sala. Solo un gato gris fruncía las cejas y ronroneaba, examinaba con las patas una silla alta de mimbre cerca de la ventana, y un gran ovillo de lana roja que estaba en el suelo junto a un canastillo volteado de madera esculpida se veía más enrojecido por un rayo oblicuo del sol vespertino. Se oía un ruido vago en la habitación de al lado. Sanín se detuvo y dejando que la campanilla en la puerta sonara hasta el final, dijo alzando la voz: «¿No hay nadie aquí?» En ese instante la puerta de la habitación vecina se abrió y Sanín forzosamente se sorprendió.
En la confitería entró corriendo precipitadamente una chica de unos diecinueve años, de rizos oscuros desparramados sobre los hombros descubiertos, con los brazos desnudos tendidos hacia delante y, al ver a Sanín, se lanzó a su lado, le agarró la mano y la atrajo hacia ella, añadiendo con voz sofocada: “¡Por favor, pronto, por favor, ayúdeme!” No por falta de deseo de obedecer, sino simplemente por exceso de sorpresa, Sanín no siguió enseguida a la chica, se quedó encandilado en el lugar: no había visto en su vida una belleza así. Ella se volvió hacia él con tal desesperación en la voz, en la mirada, en el movimiento de la mano apretada que se acercaba convulsiva a la mejilla pálida, y exclamó: “¡Sí, venga ya, venga!”, de tal forma que él se lanzó tras ella hacia la puerta abierta.
*Johann Heinrich von Dannecker (1758-1841), escultor alemán (N. del T.)
AQ