Todos los primeros lunes de mes, a las 11 de la mañana, la Signora llegaba a un cementerio de las afueras de Milán. Su chofer miraba alrededor, por si había algún curioso, mientras ella caminaba hasta una tumba, sacaba un pañuelo de encaje, limpiaba la lápida con la mayor delicadeza y, sin elevar mucho la voz, cantaba alguna romanza de Puccini. Ahí, lejos de los reflectores, la divina, la celebrada y sufrida Maria Callas tenía enterrado un secreto: su hijo. Había tenido un embarazo especialmente difícil y ella anuló todos sus compromisos porque una de las cosas que más deseaba era ser madre, pero de nada sirvió.
Iba a ser madre soltera, por cierto, porque Aristóteles Onassis se había negado a reconocer al niño: "tú no eres más que 'la otra' y eso que llevas en el vientre será un bastardo", le dijo el millonario, como si se arrepintiera de haberlo concebido una noche de pasión excedida en uno de sus carísimos yates, y ella se resignó. Cuando el bebé nació, apenas vivió unas horas. Destrozada, Maria quiso contárselo a su amante. Él, de nuevo, fue tajante: "entiérralo en un lugar alejado y con un nombre falso. No quiero escándalos". Y ella, otra vez, cedió. Por eso, durante 17 años, esta mujer de permanente mirada triste fue al panteón a desahogar su frustración y a acariciar lo que pudo haber sido y no fue.

Yo no sabía tantos detalles de este y de otros tormentos de la divina Maria Callas, hasta que leí Tan fiera, tan frágil, una "biografía novelada", escrita por el periodista italiano Alfonso Signorini, que la editorial Lumen acaba de reeditar. Había escuchado hablar mucho de este libro y lo busqué varias veces sin éxito. Ahora lo he "devorado" en dos tardes. El autor escribe sobre figuras del espectáculo en varias revistas de su país y también ha abordado con profundidad las vidas de Coco Chanel y Marilyn Monroe.
De la Callas se ha escrito mucho y se han hecho muy buenos documentales y películas (la más reciente es Maria, dirigida por Pablo Larraín y protagonizada por Angelina Jolie), pero la peculiaridad de Tan fiera, tan frágil es el acceso que tuvo Signorini a la correspondencia privada de la soprano fallecida en 1977. Así que, ya se imaginarán: una buena dosis de chismorreo y melodrama atrapan al lector. Aunque, todo hay que decirlo, con el pretexto de que no es una estricta biografía, sino novelada, creo que el autor se tomó demasiadas licencias. Porque, ¿cómo sabe lo que un personaje real (y hoy muerto) pensó y sintió en determinados momentos de su vida? Los abundantes diálogos, ¿son certeros o más bien recreados?
De todas formas, el libro (publicado originalmente en 2007) es valioso porque aporta una ristra de detalles extraídos de la correspondencia y porque está muy bien escrito, con un ritmo y una tensión extraordinarias. Además, cumple su objetivo: ocuparse más de una vida íntima que de una vida pública y profesional. Así que en sus páginas están las dudas y los miedos de uno de los mitos del siglo XX, su mágica voz, su gloria, su soledad y esa tristeza infinita que desbordaba sus ojos.
El sufrimiento de Maria Callas comenzó en su infancia, cuando su propia madre se encargaba de restregarle que no era tan guapa y elegante como para triunfar en la vida, sino gorda, desgarbada y llena de granos. Años después, su primer marido le decía cosas parecidas y entonces ella, ya con una carrera en ascenso, se puso manos a la obra: se esforzó por ser 'la Audrey Hepburn de la ópera' y "reajustó su imagen". Empezó a vestirse, maquillarse y peinarse de otra manera. También ingirió los huevos de un parásito y con el "gusano de la solitaria" dentro de su organismo desechó con rapidez los kilos que tenía de más.
Con el rostro afilado, sus ojos parecían aún más grandes y negros y su boca resaltaba su sensualidad. Así salió muy segura de sí misma a los escenarios más importantes del mundo y así conquistó a Onassis, que tanto la atormentó (sobre todo cuando la cambió por Jacqueline Kennedy). Cuando sus cuerdas vocales empezaron a deteriorarse, supo que el final de la cantante perfecta había comenzado. El día que Maria Callas conoció a su admirado Arturo Toscanini, éste le dijo: "tiene usted una voz de gata salvaje". Ella, lejos de indignarse, respondió: "siempre es mejor ser una gata salvaje que un ángel embalsamado". Con el tiempo, sin embargo, su legado artístico y los derroteros de su vida la convirtieron en ese ángel embalsamado que no quería ser.
AQ