En una de las tantas noches de Las mil y una noches, leemos: “Los sabios dicen: Las delicias se encuentran en tres cosas: en comer carne, en cabalgar la carne y en meter la carne en la carne”. En estas líneas me ocuparé de la primera delicia.
La odisea presenta una buena cantidad de escenas en las que los hombres comparten una deliciosa carne asada; tradición milenaria sin la que los norteños no sabemos vivir. Desde siempre, la vida feliz se representa con un trozo de carne y una copa de vino.

Hay quienes fanatizan que deben padecer en su paso por el mundo. No conciben un sufrimiento práctico. Se trepan a vivir en una columna o simplezas así. Uno de sus padecimientos preferidos es sacar la carne de la dieta. Juan el Bautista se creía con el derecho de insultar a la gente porque sólo comía miel de abeja y chapulines. Y aun esa dieta ofende hoy a algunos.
Pitágoras creía en la transmigración de las almas y se inventó que no era correcto comer carne, pues en un taco de sesos bien se podía uno comer el cerebro de Tales de Mileto. Apolodoro niega el vegetarianismo de Pitágoras y dice que “sacrificó una hecatombe por haber descubierto que, en el triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos”.
Los placeres humanos suelen inquietar a los dioses, a los moralistas y a los ascetas, por eso algunos de ellos han prohibido ciertas carnes y toda carne en ciertas fechas. Hay dioses que prohiben el puerco precisamente porque es delicioso. “Oh, mortal, vivirás una vida suspirando por el jamón, el tocino, las tortas de pierna, la cochinita pibil, el chicharrón prensado, en salsa, las chuletas de cerdo, la oreja, el chilorio…”
Ningún dios serio bajaría de los cielos con truenos y relámpagos para anunciar: “Les prohibo comer rábanos”. O que los viernes de cuaresma se vetaran las coles de Bruselas. La función de los dioses es joder, que, sin perdón, así se dice.
Las divinidades no dictan reglas sobre cabalgar la carne, pero sí tienen mucho que opinar sobre el placer de meter la carne en la carne.
Si bien, para mantenerme en el tema, supondré que meter la carne en la carne es hacer embutidos.
Los españoles de la era de don Quijote convenientemente se las ingeniaron para comer carne los viernes, sábados y días de guardar. Con la anuencia de los obesos clérigos, se dijeron que las entrañas no eran carne, y por eso tienen una rica tradición de casquería. Los visitantes de otros países católicos se escandalizaban. Carne es carne, decían.
Y diciendo así, ¿qué parte del cuerpo de Cristo está en la oblea? ¿Cachete o riñón?
Tengo en el horno un par de patas de ganso, con ciruelas, vino Tokaji, ajo y cebolla. Cincuenta minutos a 180. Se voltean. Otros cincuenta minutos. Se destapan y quince más a 200 para que quede la piel crujiente. Provecho.
AQ