O el día que tuve un encontronazo que cambió mi vida.
Se llamaba Gazapo.
Ese día, mi hermano Jorge llegó a casa con un libro que lo absorbió y, casi sin parpadear, lo leyó de principio a fin; maravillado, me tendió el libro de formato pequeño, distintivo de la colección Serie del Volador. A través de las letras, como a través de las lágrimas, el mundo aparecía con nuevas transparencias y claridades. En instantes, los personajes se volvieron entrañables. Por fin, me explicaba mucho de mí mismo.
Sin sentirlo, sin pensarlo siquiera, empecé a escribir un ejercicio para mi clase de redacción en el CCH Vallejo. Al maestro le gustó mi texto. Feliz y emocionado me regaló la revista Siete, que dirigía Gustavo Sainz, ilustrada por Armando Villagrán. La portada era blanca con figuras de colores puros, vivos.
—Sainz es joven —me dijo— y ayuda a los escritores jóvenes. Ve a verlo.
Y acudí, acudimos; todo lo hacía al lado de mi hermano. Fuimos, como en procesión a un santuario prehispánico, a las calles de Morelos y Bucareli.
Nos recibió un joven alto, delgado, moreno, cabello corto, sonriente: Manuelez (Manuel Gutiérrez Oropeza), jefe de redacción. En eso, imponente, apareció Gustavo; nos extendió su mano —de escritor—, sonriendo con su afilada sonrisa blanca, como si nos conociera desde siempre. Nos autografió el ejemplar de Gazapo que llevábamos, con su hermosamente uniforme letra palmer. Y quedamos invitados a seguir visitándolo. Días después, regresamos a que nos firmara Obsesivos días circulares.
Y comenzamos a asistir a las presentaciones de libros y a las lecturas de La princesa del Palacio de Hierro. Después, en la época de Compadre Lobo, iba a los lugares donde Gustavo leía los avances de la novela y cantaba los fragmentos de canciones llenas de soledad y anhelos que entonaban los mariachis alrededor de la taquería El Chivo Encantado.
Regresé muchas veces a visitarlo en su oficina, solo o acompañado. Llevándole cuartillas, con la esperanza de que le gustasen; o sin ellas, por el simple hecho de verlo y, sobre todo, oírlo. Oírlo decir, por ejemplo, que nosotros éramos “la primera generación de gringos nacidos en México”.
En ese mundo sainziano de letras también navegaba un joven escritor de Jalapa: Octavio Reyes, un personaje dulce que atesoraba las palabras que leía, con movimientos de la mano derecha: sus finos y blancos dedos dirigiéndose al techo. No olvido la ocasión que estábamos en su cuartito de Coyoacán, sentados junto a una ventana abierta a una mañana lluviosa y pálida.
—Mira, mis personajes son pintores como tú. Este se llama Manot, en lugar de Manet —dijo.
Era la novela Cangrejo, publicada años después. Luego ya nunca supe más de ese flaco quijotesco.
Asistí a las clases de Sainz como oyente, primero; como creyente, después.
O el día en que recibí un telegrama de su parte notificándome que había ganado la beca INBA-FONAPAS de Narrativa en el taller de José Agustín.
O la mañana que, visitándolo en su cubículo de la Facultad de Ciencias Políticas, conocí a la futura escritora Hortensia Moreno; a la Joyner (Alma Lilia Joyner), con la que finalmente Sainz publicaría al alimón el libro A rienda suelta. Y me llevó al cubículo de la mujer que conocía el árbol que tiene la noche: Guadalupe Dueñas.
O la vez que llegué con él a la Facultad de Ciencias Políticas:
—Aquí se está escribiendo literatura, no en Filosofía y Letras —me dijo cuando encontramos a Víctor M. Navarro; me lo presentó y le encomendó que me llevara con “el resto del grupo”.
Eran todos poetas: José Buil, Rafael Vargas, Roberto Diego Ortega, el infaltable Arturo Trejo, los Arnulfos (Rubio, el Malo) y Domínguez Cordero, Fernando Figueroa, Juan Manuel Asai, Sergio Monsalvo; todos eran integrantes del Taller de Poesía Sintética, TAPOSIN, que hasta la fecha se reúnen y recuerdan a su maestro Sainz. Y también conocí al no-poeta sino narrador y cronista de Neza York Emiliano Pérez Cruz.
O cuando me invitó a trabajar en la Librería del Palacio de Bellas Artes, donde seguí conociendo personas, personajes y personalidades literarias; sobre todo, en las Veladas Literarias donde Josefina Estrada presentaba las novedades editoriales. Eran días donde todos éramos amigos de Gustavo.
La Librería del Palacio de Bellas Artes fue un diamante facetado por Gustavo Sainz en la gris burocracia del INBA. Era un espacio entre los gruesos pilares de mármol y un ventanal; una gran puerta al poniente, de pesado hierro pintado de verde.
Entre los cubos de cristal que formaban los exhibidores de libros era frecuente encontrar al maestro Sainz cargado de pilas de libros que pagaba con tarjeta; sonriente, luciendo sus trajes gris Oxford, impecable, de camisa y corbata.
El encargado de la librería era Roberto Jurado; ojos perdidos tras enormes cristales de fondo de botella, con el cual iba a las catacumbas de Bellas Artes a rescatar publicaciones abandonadas al polvo y al olvido, para llevarlas a la superficie y ponerlas a la venta.
La característica de la librería es que los dependientes éramos escritores; en la mañana asistíamos Carlos Gaytán, que ahora vive en Londres, y yo. Humberto Rivas —autor de Falco, un cuentista delgado, amarillo, con las mejillas marcadas por viruela— cubría el turno de la tarde.
Carlos era alto, pasional bailarín que, con cabellos lacios sobre la frente, declamaba a Westphalen. Carlos me condujo al pueblito de Acopilco, donde le rentaba una cabañita al pintor José Francisco, de onda expresionista alemana; y comí una sopa de “jitomate vil”, cocinada por Carlos en la olla-chimenea, en ese triángulo mágico con un tapanco para dormir en medio del bosque. Cabañita que años después habitó Raúl Casamadrid, autor de Juegos de salón, otro escritor y personaje impredecible.
Humberto tenía un bocho verde jungla en el que íbamos a Acopilco; él iba acompañado de Patricia Rosas Lopátegui, ensayista; yo, con Lilia, una nueva dependienta de la librería que sería mi esposa los siguientes 32 años.
El cuarto integrante de la librería era Lucio López Laux, estudiante de Comunicación haciendo su servicio social. Grandes lentes y grandes bigotes estilo Groucho Marx y la misma corta estatura.
Lucio también emigró y Roberto trajo a un amigo suyo —de los trabajadores separados de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro— que desde el principio discordó con el ambiente de la librería. Fue despedido por Gustavo cuando lo encontró abstraído en la lectura del Esto, periódico deportivo color sepia.
Y también evoco las invitaciones de Gustavo a visitar librerías los sábados después del desayuno. La Hamburgo. O la de Libros Escogidos, de Polo Duarte, a comprar Quince uñas y Casanova aventureros, de Leopoldo Zamora Plowes. Y también recuerdo las pláticas de Sainz sobre Otaola, de João Guimarães Rosa y su Gran Sertón: Veredas; sus comentarios de los Perros noctívagos, de Luis Moncada Ivar, y la fruición casi perversa con que nos leía el cuento de “La Mentirosa” de ese libro.
Yo seguía escribiendo y le llevaba a Gustavo mis cuartillas; me hacía observaciones y recomendaba otras lecturas: Carson McCullers, Salinger, Robbe-Grillet. Estar cerca de Sainz era gravitar fuera del mundo ordinario. Caminaba, caminábamos, por avenida Juárez rumbo al tercer piso de la Torre Latino, acompañados del espíritu de Stevenson, de Joyce, de Cabrera Infante… La vida era la cita de otra cita literaria; hasta el infinito; como una serigrafía de Pedro Friedeberg.
En esa nube de letras, flotando de tan contento, regresaba a mi casa con el eco de los mariachis de la novela Compadre Lobo en mi cabeza: “Y la esperanza se perdió, en otra noche sin amor”.
Con la lectura de Obsesivos días circulares quedé enganchado, desde el principio, al imponente y rollizo Buck Mulligan, hasta la tipografía final con la frase de Cantinflas: “De generación en generación las generaciones se degeneran con mayor degeneración”. Boquiabierto, llegué a las últimas páginas donde las letras se agrandaban, página tras página, hasta llegar a una gran “g” de gata seductora y ambigua como final.
Lo releí y volví a releer durante años hasta que la pasta de papel con el título y la foto del escritor terminaron como separador de hojas en el mismo libro ya con sus pastas duras rojas al descubierto y las tuve que forrar de plástico. Un día, Miguel Ángel Morales me encaró en el metro San Lázaro:
—Qué, ¿tú eres el exégeta de Sainz?
Quedé perplejo y mudo: no sabía el significado de exégeta. Lo único que tenía claro es que la escritura de Sainz era literatura que tenía que ver con nosotros, los que habitábamos la Ciudad de México.
Obviamente, esa lectura me llevó a leer al gran James Joyce, y a muchos otros que se citaban; Sáinz nos hablaba de cómo en Ulises se rompía la narración lineal del narrador omnipresente, de cómo Joyce dictaba el Finnegans Wake, en reversa; de cómo abría el texto a otras dimensiones espaciales, temporales.
Imbuido de tales conceptos comencé a escribir los primeros textos que conformaron El Loco y la Pituca se aman el cual ganaría el Premio Nacional de Libro de Cuentos Fundación Mérida, en 1981. Tal como lo había vislumbrado un numerólogo famoso de las calles de República de Brasil, que había ido a la Librería del Palacio, donde me pidió que anotara un número en un papel. Luego me preguntó fechas, hizo cuentas y escribió el mismo número, de cuatro dígitos, que yo había escrito. Al desdoblar el papelito y ver la coincidencia, todos quedaron asombrados. Y profetizó:
—Para 1981 tu vida va a cambiar radicalmente.
Ese año, además del premio, obtuve una beca para escribir y empecé a vivir en pareja.
O recuerdo el día en que llevé a la Facultad una serie de dibujos de piroxilina sobre papel. O sea, los restos hogareños de esmaltes utilizados sobre papel kraft: unas explosiones de dripping salvajes sobre fondos matizados a brocha. A Gustavo le parecieron interesantes.—¿Por qué no estudias pintura? —me dijo.
Supe al instante algo que siempre había sabido y no me había dado cuenta: yo pintaba desde niño. Y le hice caso; asistí a las clases de dibujo del maestro Gilberto Aceves Navarro en San Carlos y después como alumno regular en La Esmeralda, y sigo pintando hasta el día de hoy.
También sufría, en esos tiempos, del mal de amores por Sara, una compañera del CCH.
—Mejor anda con ella —me dijo Sáinz, señalando a la Joyner —una muchacha blanca, alumna suya, con un trasero maravilloso, que también escribía— de cabellos negros, ensortijados y labios rojos.
Y lo hice o traté de hacer. Entonces sufrí por una relación que nunca se daría plenamente.
En ocasiones, le llamaba a Gustavo desde el teléfono de cabina de la esquina de mi casa. Me respondía muy amable, con su peculiar saludo:
—¿Holaaa? —alargando la “a”.
Un sábado me invitó a desayunar. Entré en luminosa, deslumbrante, mañana a su “Aleph” personal; mullido y grueso alfombrado blanco; dos departamentos en Río Nazas, unidos tras derrumbar el muro que los separaba; con libreros blancos del piso al techo en paredes y pasillos. Y en los espacios libres, fotos de escritores enmarcadas y colgadas “como si fueran mi familia”, solía decir, sonriente siempre.
La mesa circular de cristal, iluminada por tres lámparas de luz tenue, azulosa, “que no daña la vista”, aseguró Gustavo. Doña Toña nos sirvió sopa de ostión, con jirones de queso Oaxaca girando en el caldillo. En el librero estaba, aseguró: “El primer cuadrafónico llegado a México”. Se escuchaba Chico Buarque. Mis oídos rockeros fueron acostumbrándose a oír sin violencias. Tanto que, más tarde, hasta toleré a la Sonora Matancera.
Se había publicado La princesa del Palacio de Hierro y me comentó que lo querían demandar los dueños del Palacio de Hierro. Pero que se había encontrado a [Mario] Moya Palencia paseando a su perro y le dijo que no se preocupara.
Siguió mostrando el departamento doble, donde había una habitación con un cuadro enorme con un plátano y un tenedor, y una lámpara como ramaje de periscopios, un candil, araña geométrica de PVC en gris y blanco.
Y empezó a hablar de Compadre Lobo. Francisco Corzas le pintó un retrato mientras leía un capítulo de la novela; Armando Villagrán y otros personajes lo llevaron a La Merced a conocer El Pozo para ver al “escuadrón de la muerte”; era un patio que desde el barandal del primer piso miraron hacia abajo a los hombres que bebían pulque; o lo introducían de lavativa para no sufrir las crudas. Mientras, desde el barandal, los visitantes les lanzaban monedas para que pudieran seguir bebiendo, hasta la muerte.
—Lobo —decía Gustavo— podría haber terminado siendo mariachi, taquero, ladrón, traficante, cargador o lo que fuera, pero fue pintor.
Caminaba yo de regreso a casa —después de conocer a Arnaldo Coen, a Manuel Felguérez— bajo la lluvia, empapándome, escuchando mis pasos perdidos en la noche que se abría inmensa, desorbitada y esperanzadora.
Hice entonces, sobre papel ilustración, una serie de lobos con salpicaduras de tinta china sobre fondo de acrílico rojo. Lobos aullando a la luna, lobeznos retozando, jugando, haciendo el amor. Aunque, la verdad, parecían más perros que lobos…
La presentación del libro se hizo en el Museo Carrillo Gil; realizamos murales efímeros en tres mamparas ex profeso. Hice mis lobos bajo un cielo de profundo azul Prusia. Más tarde, llegó Felipe Ehrenberg y plantó allí signos y letreros que metamorfosearon la escena. Armando Villagrán realizó una pareja de amantes, pero el tiempo apremiaba y me pidió ayudarle a poner las luces. Escogía y preparaba los colores y me decía dónde ponerlos.
—Le estás dando vida, ¡maestro! —dijo.
Y en un grupo de estudiantes de secundaria que visitaba el museo alguien dijo:
—Qué es.
Y Villagrán, malicioso, dijo:
—Un submarino; el submarino amarillo.
Luego, Villagrán me invitó a comer queso, pan y vino.
Por la noche, el museo estaba a reventar. Fue una fiesta donde asistió hasta la Doña, la Félix. Ahí estaba Corzas, descomunal, irresistible. En las paredes blancas de la sala, Sáinz había escrito fragmentos del libro, en los cuatro muros, con su inconfundible caligrafía, del techo al piso; como artista conceptual, creando una espiral con girones de la novela; un maelstrom de ideas provocadoras, en la batahola de los muchos presentes.
Luego vinieron los Fantasmas aztecas y su amistad con Eduardo Matos; Paseo en trapecio…
Terminaron los días de director de Literatura del INBA y abandonó el país.
—Si no me voy, me van a congelar —me dijo—. Allá puedo ser profesor.
Y se fue. Yo también me fui de la ciudad.
Volví a verlo mucho tiempo después, en la FIL de Guadalajara. Seguí comprando y leyendo sus libros. Leí al redomado lépero escribiendo sobre él mismo, brindando a la salud de la serpiente…
Lo más reciente que leí fue A troche y moche, y me siguió cautivando esa larga fila de frases, como las notas enrevesadas del filólogo de todas las ciencias que anota para no perder la memoria.
Y así lo quiero recordar, seguir recordando, como la maravilla de tener los ojos abiertos a un texto que transcurre por sí solo y me hace transcurrir.
Ciudad de México, julio, 2018
Este texto forma parte de un libro en preparación con testimonios sobre Gustavo Sainz, compilado y editado por Josefina Estrada.
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