A mi hijo Santiago, en sus primeros cuarenta.
Desde el segundo piso del autobús vemos la mañana de verano abrirse como un abanico de posibilidades. Lo primero será dejar que la mirada divague y se llene de los verdes y azules que ofrece un paisaje recién lavado, abandonarse con ella sobre un vasto colchón de nubes blanquísimas, en las que parece haber anidado el mismo espíritu que habitó a Gian Lorenzo Bernini cuando esculpió su Santa Teresa. La luz se reparte de manera equitativa sobre los maizales que en esta época han alcanzado ya su mejor altura y se encuentran a la espera, en una casi alegre maduración.

Pueblos de nombre recóndito, caseríos de inacabadas edificaciones que no por ello carecen de una pequeña plaza con su mínima iglesia. Las casas que se alejan de ese centro improbable ofrecen a los ojos del viajero, con cierto impudor, sus patios traseros; en ellos —solar de los niños que esta mañana brillan por su ausencia— pueden verse las más diversas y casi siempre obsoletas pertenencias que la familia ha decidido —tal vez por indolencia— conservar, desde el cascarón de un viejo automóvil y muebles desvencijados, hasta los restos herrumbrosos de juegos mecánicos que alguna vez fueron el escenario de una incomparable algarabía. Un poco más allá, bajo una arboleda, alcanzan a distinguirse las cruces de un pensativo cementerio.
Avanza el autobús y el paisaje se cierra sobre la carretera o se abre hacia una lejanía de leves montañas sólo posibles en los pinceles de José María Velasco: en un primer plano el aguaje rodeado de álamos y el pastor con sus cabras, sembradíos de magueyes apenas confinados por lienzos de piedras encimadas, prodigio de certeras manos ingenieras. Cómo no rendirse a la admiración de estos cercados y su silenciosa lección de solidez y equilibrio. El autor de versos ha de considerar en ellos su temple: no hay una piedra que sobre, no hay una piedra que falte: Adamo me fecit, "me hizo Adán", como en las catedrales góticas. Un poco más adelante otras piedras, colocadas en simétrica disposición sobre el asfalto, impiden el acceso a una gasolinera que parece recién construida; a un lado, un gigantesco tráiler luce en su costado una extraordinaria flor de encendida corola: ROSAS LINDAS DENTRO. ¿Cuál habrá de ser el destino de estas rosas que así se anuncian? ¿Llegarán todavía lozanas hasta las manos de una soñadora y anhelante Rosalinda?
Vistas veloces: El autobús disminuye la marcha, una no demasiado numerosa procesión avanza a un costado de la carretera. Sobre un templete, bajo un arco de flores pintadas, los portadores llevan a un Niño Jesús con los brazos extendidos, vestido de terciopelo púrpura. En medio de la nada —la expresión es certera— se alza EL DRAGÓN DE ORO, un restaurante de dos niveles que simula con algún decoro una pagoda de remoto origen asiático. El MOTEL MONET ofrece total discreción a los amantes y una noche sobre blandos nenúfares. A la entrada de cierto poblado: ESOTERÍA EL ÚLTIMO ARCÁNGEL. PASTELERÍA MARANATHA. AUTOLAVADO TIBURÓN. ¿VIAJE ASTRAL? ¡SÓLO CON MEZCAL! Y, al pie de un puente, al pasar una curva, dos cruces blancas.
Viaja también la memoria, en otro autobús, en otro tiempo. ¿Soñábamos los niños con camiones de dos pisos, aire acondicionado, asientos comodísimos y pantallas de plasma para ver películas? Niños de tierra adentro, cuando nos preguntaban: “¿a dónde vas de vacaciones este verano?” Nunca contestábamos: "voy al DF". El viaje era otro, íbamos a una ciudad de altos edificios, tranvías, museos y taxis disfrazados de cocodrilos y cotorras. "Voy a México", decíamos.
AQ