Cultura
  • Mi hermano Gustavo Sainz

  • In memoriam

Gustavo Sainz, 1940-2015. (Especial)

El autor de ‘Gazapo’ murió el 26 de junio de 2015, en Bloomington, Indiana. En esta entrevista, escrita a manera de monólogo, su hermano José Luis revisita su vida familiar, su carrera literaria y su decadencia, con su prodigiosa memoria extraviada.

Uno

A los seis meses de edad, Gustavo fue internado en el Hospital Infantil por un grave cuadro de desnutrición. Lo turnaron al área de desahuciados, donde lo conoció una enfermera, la Güera, quien tuvo una conexión con el bebé. Por ello, empezó a brindarle una atención especial; se quedaba a trabajar fuera de su horario para atenderlo. Así fue como mis padres se conocieron. Cuando dieron de alta a Gustavo mi mamá iba a visitarlo a la casa de mi abuela, madre de mi papá, en la Avenida Juárez.

Cuando mi padre se divorció de la mamá de Gustavo, la señora le dijo:

—Mira, Luis, yo no tenía hijos cuando te conocí. Así que hazte cargo de él.

Era guapísima; tengo algunas fotos de ella.

La madre de Gustavo y papá se habrán casado en 1938 o 1939. Gustavo nació en 1940. En 1941 se lo entregó a mi padre, quien se lo dio a su madre para que lo cuidara. Pero como ninguno de los dos supo cuidarlo, Gustavo se enfermó gravemente.

Cuando mi madre —la Güera—, y mi papá se casaron, se fueron a vivir a la Avenida Hidalgo, donde ahora está el Teatro Hidalgo. Mi madre siempre vio por Gustavo; lo llevaba a la escuela inglesa, a la mejor de México, donde actualmente se ubica el Hotel María Isabel. Mi padre procuró que viviera como niño de clase media alta; sus juguetes predilectos fueron dos máquinas Lionel a escala, dos trenes muy grandes, como de nueve metros cuadrados. Era una maqueta que tenía grúa, pueblo, puente levadizo… Carritos de cuerda importados de Alemania. Todo eso yo lo tengo, menos las máquinas; solo hay fotografías.

Mi primer jardín fue la Alameda Central, donde aprendí a caminar. Mi madre nos llevaba a Gustavo, a Óscar —mi hermano, un año menor que yo— y a mí. También nos conducía a la pérgola que alojaba a la Librería de Cristal, hoy desaparecida. Había un área infantil y nos inquietábamos con tantos libros para niños. Había una serie de cuentos argentinos que se llamaba Billiken; otra, Rompetacones, libros de la Colección Astral. A Gustavo le agradaban; buscaba mucho a Emilio Salgari.

Luego nos cambiamos a San Pedro de los Pinos, a una casa grande, donde los tres hermanos jugábamos en el pasto. Nos vestíamos como Tarzán. De esa época, conservo fotos donde Gustavo está vestido de acólito. Gustavo asistió al Colegio Simón Bolívar en las calles de Galicia.

Lamentablemente, mi hermano Óscar, a los tres o cuatro años, enfermó gravemente; los doctores recomendaron que él no estuviera en una casa con jardín, que no debía jugar ni hacer ejercicio. Por eso, en 1952 o 1953, nos cambiamos a Gabriel Mancera 1737, a un departamento nuevo. Un lugar donde todos decían: “Más lejos no te pudiste ir, ¿verdad?” Porque estaba rodeado de milpas. Gabriel Mancera tenía pavimento hasta la mitad, lo demás era terracería. Esos terrenos eran las orillas de los Estudios Azteca, donde se filmaron las mejores películas del cine mexicano. Yo tengo una fotografía aérea, donde se ve que los estudios llegaban hasta la calle de Rodríguez Haro, del vértice de Avenida Universidad y Coyoacán hasta la calle de Amores y Avenida Coyoacán. Los estudios se vendieron y se empezó a cambiar el uso de suelo.

En 1953, Gustavo cursaba el primer año de secundaria; abordaba el camión San Angelín. Pasaba por mí al Colegio Interamericano, ubicado en 1º de Mayo, San Pedro de los Pinos. Y desde la calle 4 y la Avenida Revolución nos íbamos caminando hasta Holbein para tomar el tren Valle, así nos ahorrábamos 30 centavos; 15 de él y 15 míos. Llegábamos al Multifamiliar Miguel Alemán, a donde hoy está el Hospital 20 de Noviembre, donde nos bajábamos y nos íbamos caminando por Parroquia, José María Rico, Amores y llegábamos a Gabriel Mancera.

Con el dinero ahorrado íbamos a la Lagunilla para comprar cuentos o historietas de Walt Disney. Gustavo buscaba las revistas La sombra, Titanes planetarios, Príncipe Valiente, de donde se inspiraba para hacer sus dibujos, cómics. Dibujaba con gran habilidad; conservo un cómic de 1953. Esas revistas las encuadernó en el Taller de Encuadernación de la secundaria; las conservo. En la secundaria fue director de la revista Héroes; él con otros amigos hicieron cómics.

En la colonia Del Valle, Gustavo y yo salíamos a jugar futbol americano, tochito y béisbol. Había una vecina a quien Gustavo le presumía sus cómics. Mi hermano hacía una revista que se llamaba El Globo de Gas, las iniciales de Gustavo Adolfo Sainz. Y alquilaba sus revistas para que las vieran. Escribía simpáticas anécdotas y caricaturizaba a los vecinos del rumbo. En el Simón Bolívar participó en la revista Panamericana. Con Palmira, la hermana de Chacho Garza, Gustavo hizo una revista que se llamó Caso Clínico.

En esa época, Gustavo enfrentó un golpe emocional fuertísimo. Cuando iba saliendo de la secundaria se le acercó una señora y le preguntó:

—¿Tú eres Gustavo Sainz?

—Sí.

—Ah. Pues yo soy tu mamá.

Gustavo pensaba que su mamá era mi madre… A partir de ahí, empecé a notar un cambio severo en Gustavo; un alejamiento entre mi madre y él. Dejó de llamarle mamá y le empezó a decir Güera.

Yo supe que Gustavo era mi medio hermano porque mi madre me lo había explicado. Para empezar, no teníamos los mismos apellidos. Él se llamaba Gustavo Sainz Reyes. Yo soy José Luis Sainz Estrada. Mi madre fue quien le tramitó a Gustavo el certificado de sexto año; mi padre andaba muy ocupado y no lo pudo hacer. Cuando Gustavo terminó la secundaria, se celebró un baile en el salón Riviera. Mi padre dijo que nadie iría porque no tenía dinero para andar comprando trajes. Mi madre, que seguía trabajando de enfermera, sacó una tarjeta en Liverpool y vistió a Gustavo de cabeza a pies. Yo sufrí un resentimiento muy grande: no tenía ropa elegante. Gustavo me dijo:

—Tranquilo, hombre. Si quieres, úsala.

Pero yo tenía siete años; él, catorce.

Cuando Gustavo era adolescente rechazaba todo lo americano, tan es así que ni Pepsi- Cola, que consumía mi padre, la compraba. Por eso, tomaba Peñafiel porque era un producto mexicano.

Dos

La mamá de Gustavo vivía en Artículo 123 número 41. Tenía una tiendita en la calle de Gante 20. Gustavo empezó a relacionarse con ella. Gustavo aprovechó muy bien la relación con su madre; junto con Nacho Méndez hicieron grandes fiestas en el departamento. La señora se iba los fines de semana a Cuernavaca, no sé a qué. Y siempre que regresaba, recogía el tremendo tiradero que le dejaban. Ella no se atrevía a reclamarle nada a Gustavo porque apenas empezaban a conocerse.

En 1957 falleció mi hermano Óscar, a los ocho años, de púrpura hemorrágica; una especie de cristalización en los riñones. Adquirió ese padecimiento en 1951, por alergia a un medicamento.

Gustavo ingresó a la Facultad de Derecho en 1958. Pero como no podía dominar el latín, empezó a asistir a Filosofía y Letras.

Del Colegio Interamericano, me cambiaron al Colegio Franco Español —justo cuando dejó sus instalaciones de Avenida Insurgentes, donde ahora es Plaza Inn— y se mudaron a Miguel Ángel de Quevedo y Cerro del Hombre. Era la escuela más grande de México. Yo estaba de medio interno. En el tiempo que daban para tomar los alimentos, me escapaba y me iba por entre las piedras hasta la Universidad, a buscar a Gustavo hasta encontrarlo. Se enojaba pero no le quedaba más remedio que darme para el pasaje para regresarme en camión al Franco. No comía por ir a ver a mi hermano. Pero no faltaba quién de sus amigas me invitara un refresco. Malena Galindo y Gustavo fueron novios. Ahí, en la Facultad de Filosofía y Letras, Gustavo se dedicó a la literatura. Un día, Elías Nandino le dijo:

—¿Sabes que vas a ser director de la revista Estaciones?

Así, de repente, el cuarto de servicio de la casa se llenó de revistas Estaciones.

Gustavio se hizo novio de Rosa María Lozano, una vecina de Gabriel Mancera; nosotros vivíamos afuera, en la letra A, y ella vivía en el número 11, en una privada. La relación con Rosita fue de adolescentes, muy bonita. Está narrada en Gazapo. Ella conserva el original de la novela. En Gabriel Mancera los jóvenes se ponían a jugar futbol en la calle. Era raro que pasara algún coche. Una tarde, mi madre le dijo a Gustavo:

—Diles que no estén dando de pelotazos en la pared. Me duele mucho la cabeza…

—Sí, Güera, cómo no —abrió la puerta y ¡zuum, un pelotazo le llegó a la cara! Rosa María le había aventado la pelota. Luego, cuando salió Gustavo, ahí estaba Rosa María para disculparse. Así iniciaron su amistad y luego se hicieron novios.

Para entonces, Gustavo dejó de hacer deporte y siempre traía un libro. Compró en abonos unos cuentos: Selecciones Policiacas de Ellery, pero no los pagó y lo detuvo la policía. Lo llevaron a la delegación; mi madre le habló al Chacho Garza, que estudiaba Leyes, y su papá era abogado. Lo liberaron. Aun así, Gustavo pasó la noche detenido.

Tiempo después, conoció a Carlos Fuentes y le dijo:

—Si quieres ser escritor debes traer contigo una libreta y anota todo lo que te interese; si ves a un señor o una señora, descríbelos; junto con el ambiente donde los viste. Y te va a servir para cuando hagas tus novelas. Y Gustavo empezó a escribir Gazapo en una libreta de escuela. Gazapo empezó a escribirse como un cuento. Se encerraba en el cuarto de servicio donde estaba el restirador que mi padre le había comprado por su habilidad para dibujar; todavía lo conservo.

Mi padre empezó a tener dificultades con Gustavo porque había abandonado la carrera de Derecho. Esa situación ocasionó constantes fricciones. En una ocasión nos fuimos, mis padres y mi hermana Carmen, a un viaje a Querétaro. Se descompuso el auto y nos regresamos a la casa. Y encontramos a Gustavo en gran fiesta. Mi padre se enojó bastante.

Por esos problemas, Gustavo decidió irse de la casa y, junto con Nacho Méndez, puso un departamento en Río Po. Pero Gustavo seguía yendo a Gabriel Mancera para visitar a su novia Rosita. Por esa época, Gustavo comenzó a trabajar en México en la Cultura. Llegaba a la casa con unos paquetes: “Guárdame esto aquí”. Eran hojas de papel Revolución, de la Redacción. Él iba a la casa —sabiendo que no estaba mi padre— a usar la máquina Remington, tipo oficina. En el trabajo utilizaba la máquina de escribir del director, Fernando Benítez, cuando él no estaba, para transcribir Gazapo. La novela se publicó con gran bombo. Me pidió ayuda para repartirla a mucha gente. Vino el gran éxito de Gazapo con varias reimpresiones. Gustavo se cambió de Río Po a otro departamento en la misma colonia.

Tres

En 1964, yo iba camino al Parque de Béisbol del Seguro Social. En Avenida Coyoacán, Gustavo y Rosita me alcanzaron. Mi padre me tenía prohibido hablarle a Gustavo porque “era un mal hijo, desagradecido.”

—Oye, Güero. Cómo a qué hora llega mi papá.

—Cómo a las diez de la noche.

—Es que quiero ir a verlos. ¿Les puedes avisar?

—Sí, cómo no. Yo le digo.

Me fui al beisbol, ganó mi equipo, vendí fotografías; empezaba con ese negocio. Llegué a la casa. Y de repente, tocaron el timbre: “¡En la torre! ¡No les dije nada!”

—¡Mamá, es Gustavo! Me dijo que quería venir a hablar con mi papá.

Bajó mi madre y le abrió.

Yo estaba arriba, viéndolos por la ventana. Gustavo se arrojó a los brazos de mi madre, llorando.

—No sabes cómo te quiero, Güera.

—Pásale, hijo, esta es tu casa.

—No, pero mi papá…

—No importa lo que diga tu padre —y le pidió que subiera a la sala. Mi mamá le dijo a mi papá:

—Ahí está Gustavo. Quiere hablar contigo.

—Pero yo no quiero hablar con ese…

—Tienes que bajar. Y bajas.

Bajó.

—¿Y qué quieres?

Gustavo estaba asustadísimo. Mi madre me pidió:

—Ven acá, déjalos. Van a hablar ellos.

Hablaron. Luego, mi padre se cambió de ropa y se arregló. Bajó y se metió a la privada: iba a pedir la mano de Rosita.

Mi padre era de ascendencia española de Castilla la Vieja. Mi abuelo llegó a México y formó parte de la empresa El Centro Mercantil, que proveía de camisas a toda la gente. A su muerte, de inmediato, mi abuela cerró la fábrica; los empleados se fueron a la huelga y todo se vino abajo. No sé qué edad tendría mi padre cuando se quedó huérfano. A los pocos meses de haber nacido yo, mi abuela quedó paralítica; mi madre la cuidó.

Mi mamá participó en las actividades deportivas de mi papá: seleccionada nacional de basquetbol, alpinista, recorrió ríos subterráneos. En la maternidad 1, de Gabriel Mancera, era la encargada del cunero de 70 recién nacidos. Mi madre falleció a los 93 años en Valle de Bravo. Gustavo, en nuestras últimas llamadas, siempre me preguntaba por ella.

El día de la boda de Gustavo, llegamos a la casa donde sería la ceremonia. Había varios amigos; pocos eran de Gustavo. En una mesa chiquita estaba un platón con una ensalada de atún y tres paquetes de galletas saladas. Mi madre vio el menú:

—No. Gustavo, no... Espérame tantito.

—Es que ya va a venir el juez.

—Acompáñame —me ordenó mi madre.

Nos fuimos caminando a las oficinas del Seguro Social, en Reforma, y mi madre solicitó un vale . De ahí nos fuimos a El Molino, que estaba en la esquina de Bolívar. Y compró bocadillos. Paramos un taxi y regresamos. En cuanto la vio, Gustavo le dijo:

—No, Güera, cómo.

—Gustavo, es tu boda.

Y mi padre:

—Ni creas que yo voy a pagar eso.

—No te preocupes, Luis. Ya lo pagué. Es la boda de tu hijo.

Después, Gustavo se cambió a Río Nazas. Ahí, mi hermano le consiguió trabajo a su mamá. La señora vivía con su hijo, más o menos de mi edad. Era una señora triste. Ahí, ella empezó a beber. Mientras, Gustavo estaba subiendo como la espuma. Y él, no la tomaba en cuenta. Yo la conocí porque Gustavo me invitaba cada tres semanas a comer a su casa. Un día que llegué, no estaba Gustavo y me abrió la señora. Supe que era la portera porque, al bajar las escaleras, la vi sentada en una puertita para estar al pendiente y abrir la puerta. Asombrado, le conté a mi mamá:

—Oye, fui con Gustavo. Pero su mamá es la portera del edificio.

—Salúdala como lo que es: la madre de tu hermano.

En otra ocasión, que fui a ver a Gustavo, estaban filmando en la calle una fotonovela con Nemorio, quien andaba vestido de policía de tránsito. Y ahí estaba la mamá de Gustavo, viendo. Cuando él se metió al departamento, la señora me abordó:

—¡Oiga, joven, oiga!

—Sí, dígame, señora.

—¿Cómo está su mamacita?

—Bien, señora, gracias.

—Cuídela mucho, por favor. Y quiérala mucho. Porque todo lo que es mi Gustavo es gracias a ella. Yo no pude hacer nada por él, pero su mamacita lo hizo todo.

Yo tendría 20 años. Me impresionaron sus palabras.

Años después, cuando yo era el administrador de la Dirección de Literatura de Bellas Artes, desde mi oficina —que tenía la puerta abierta—, veía que a la hora de la salida, llegaban dos señoras y se sentaban en los sillones de la recepción. Yo salía y me despedía de ellas. Y así sucedió varias veces. Hasta que un día le pregunté a Victoria, la secretaria de Gustavo, quiénes eran esas mujeres.

—Vienen a ver a Gustavo para que les dé dinero, pero nunca lo encuentran. Porque su mamá está internada en Alcohólicos Anónimos.

—Pues pregúntales cuánto necesitan y yo se los doy.

—No. Yo no puedo…

—Investiga, por favor. Es la mamá de mi hermano. Y si Gustavo no se siente a gusto, yo lo hago.

Pero las señoras dejaron de ir… Le pregunté a Gustavo:

—Y tu mamá, cómo está. Dónde está, ¿la has visto?

—Bien. No.

Nunca me quiso comentar nada. Nunca supe dónde estaba la señora ni cómo murió.

Cuando Gustavo trabajó en la Universidad le consiguió empleo a su otro medio hermano, al hijo de su madre.

Cuatro

Mi ingreso como administrador de la Dirección de Literatura del INBA fue una casualidad. Guillermo López Salcido —uno de los directores de Recursos Humanos— había sido mi compañero en la maestría del Instituto Nacional de Administración Pública, y me habló por teléfono:

—¿Te interesaría trabajar aquí, en Bellas Artes, como jefe de la unidad administrativa de la Dirección de Literatura? Si te interesa, mañana te espero en mi oficina.

Yo era licenciado en Administración de Empresas por la UNAM y tenía todos los documentos del Instituto Nacional de Administración Pública. Además, una maestría en la especialidad de Recursos Financieros y Recursos Humanos.

Al día siguiente, estaba en la antesala de la oficina de Recursos Humanos cuando llegó Gustavo. Nos saludamos. No me dijo que lo habían nombrado Director de Literatura. Gustavo había solicitado un administrador porque de Departamento se iba a convertir a Dirección de Literatura. Entró a la oficina de López Salcido; a los tres minutos, salió este y me llamó, nos presentaron. Fue entonces cuando Gustavo le dijo que éramos hermanos. Ahí se decidió que iba a trabajar por contrato de honorarios.

A fines de los 70, Gustavo fue invitado a dar unas conferencias a Nuevo México. Le gustó y vio la posibilidad de irse para allá. Y empezó a viajar para dar cursos mientras era director de Literatura. Por ese entonces, Gustavo, ya casado con Alessandra, tuvo una diferencia fuertísima con Rosa María. Alessandra no podía ni escuchar su nombre. Alessandra hizo cambios drásticos en la vida de Gustavo. Había una señora del servicio que iba a Nazas, y Gustavo la quería porque le ayudaba en todo lo referente a la casa. Le preparaba unas enchiladas verdes exquisitas acompañadas de su Peñafiel de limón.

Y Alessandra se encargó de que Gustavo la corriera; él me dijo:

—Me dolió tanto decirle a la señora que se fuera.

Gustavo empezó a ir y venir en 1980. Nació su primer hijo en México, Claudio, precisamente en ese año. Fue en 1981 cuando Gustavo emigró a Estados unidos, pero seguía en Bellas Artes; iba y venía. En un mes estaba por lo menos una o dos veces en México porque había reuniones, tenía conferencias; ya había renunciado a la Universidad pero estaba con la mira de quedarse allá.

Los dos teléfonos directos que Gustavo tenía en la oficina, yo también los tenía. Hubo ocasiones en las que Juan José Bremer le hablaba a Gustavo —en esa época, Gustavo y yo teníamos la voz idéntica; entonces yo contestaba como si fuera él—. Bremer me decía lo que deseaba y yo le hablaba a Gustavo para que se comunicara con Juan José. Y así nos llevamos como seis meses la Dirección… Gustavo dejó la maquinaria perfectamente aceitada y duró dos años yendo y viniendo.

Gustavo creó La Semana de Bellas Artes para que fuera una ventana para los jóvenes sin opción de publicar, porque las editoriales almacenaban los libros por años. Gustavo deseaba imprimir 350 mil ejemplares, un tiraje insólito. El Universal aceptó imprimir 300 mil. Después se habló con la Unión de Voceadores y se acordó hacer el encarte en todos los periódicos. La maqueta se entregaba los lunes a El Universal. El martes, en la tarde, nos mandaban 50 ejemplares a la Dirección de Literatura. En la madrugada del miércoles, el suplemento se distribuía a los expendios para que lo encartaran en todos los diarios.

El número cero se retiró porque Pita Amor no sabía quién era Fernando Benítez; Benítez se enojó y fue a ver al Presidente. Y el número cero ya no se publicó. Yo tengo toda la colección publicada y archivada. Y Gustavo defendió hasta el último día su postura: iba a ser una publicación para dar a conocer a jóvenes creadores.

Pero después, por imposición de Bremer, el suplemento se convirtió en boletín y catálogo de las actividades del INBA. Se volvió absolutamente oficialista. Entonces Gustavo les pidió a sus colaboradores: “Sálganse y dejen actuar a Orozco…”.

El 6 de enero de 1982 se publicó el cuento “La Feria de San Marcos”. Gustavo lo leyó en las oficinas de El Universal. De inmediato supo que iba a haber problemas muy serios. Como acababa de renunciar, creyeron que él había mandado que se publicara. Pero ya nadie de su equipo laboraba en el semanario. El director de Administración, Luis Armando Asa, me pidió que fuera a su oficina:

—Gustavo ya no está en el Instituto. Deja la administración de La Semana de Bellas Artes. Es algo delicado. El problema va a estar muy fuerte.

Entonces, toda la relación de los asuntos administrativos se los pasé a Abraham Orozco. Al poco tiempo entró el nuevo director de Literatura. Y estuve preparando todo para entregar la Dirección. Gustavo fue muy claro cuando le pidieron la renuncia:

—Yo no puedo renunciar. Porque la cultura no se contrata.

Yo había tenido la precaución de hacerme a sí mismo una auditoria y mandaba copias a Bellas Artes, a Administración, y a un contador de apellido Soto Izquierdo —contralor de la Secretaría de Educación Pública— para que me diera el acuse de recibo de las autoridades de contraloría interna de Educación. Cuando contraloría llegó a auditarme les entregué toda la documentación en orden. Se imaginaron que le podían pegar a Gustavo por el lado administrativo.

Yo siento que Gustavo debió haberse quedado en México. Porque él llegó a Estados Unidos con lo que creía ser: el gran escritor mexicano. Pero la publicidad y las amistades en el ámbito político y cultural que tenía aquí, nos las tuvo allá. Empezó a perder contacto con la gente de aquí, no por maldad sino porque la comunicación no era fácil. Hablar de larga distancia con él costaba un dineral. Y la respuesta de una carta tardaba un mes. Sus colaboradores en la Dirección empezaron a seguir una trayectoria bonita en el medio. Cuando hablábamos por teléfono me preguntaba por ustedes. Y si leía alguna una noticia de ustedes, se la comentaba.

—Oye, pues mándamela, ¿no?

Algunas veces llegamos a usar fax. Pero después, él tenía que usar el de la Universidad y como nunca le gustó pedir favores… En su libro Quiero escribir pero me sale espuma, aborda su confrontación con la vida. Finalmente, Gustavo no llegó a donde debió haber llegado. Quizás, por una cuestión genética: la de mi padre.

Cinco

El 13 de mayo de 1998 mi hijo fue atropellado, tenía 15 años de edad. Todo el cerebro estaba invadido por el hematoma. Le realizaron una operación y lo pusieron en terapia intensiva.

Gustavo vino a visitarlo. Incluso, le trajo el Playstation que quería mi hijo. Cuando yo le hablé para decirle que ya lo habían dado de alta, me contestó Alessandra, llorando:

—José Luis, qué bueno que hablaste.

—¿Gustavo está bien?

—Sí, está bien. Pero Claudio, no. Tuvo un pleito con unos pandilleros. Está en el hospital, inconsciente, y Gus está con él. Por favor, José Luis, habla con Gustavo para que nos regresemos a México. Él te hace mucho caso.

—¿Y Marcio?

—No. Él no tiene nada que ver. Está muy chico.

Hablé con Gustavo. No quiso tocar el tema del problema de su hijo; solo que le había costado mucho dinero sacarlo del problema.

La enfermedad del alzheimer todos la podemos padecer, pero se requiere un detonador para que surja. Gustavo lo tuvo en 2003. El martes 3 de junio Gustavo me mandó este correo:

Cuando estuve en México, llamé a Enrique Rocha y a Helena Rojo pero no pude verlos. Haberme ido fue un desastre, pues Alessandra tomó la llave de mi oficina. Y cuando estaba de viaje vino todos los días a leer 30 años de mis diarios, y arrancó las páginas a todo lo que no le gustó. Eso me arruinó el proyecto de venderlos; la Universidad de Pensilvania me había ofrecido 30 mil dólares por la colección de más de 200 libretas. Ahora todas están tasajeadas. Después de esto, ya no quiero seguir casado. Ya me separé emocionalmente de ella… Salió de mis sentimientos.

Y en el 2007 me avisó que ya se había divorciado. Después, me escribió un correo donde me informó que le concedía la mitad de libros y un porcentaje de la pensión. La realidad es que Gustavo ya había vendido parte de su biblioteca. Con derecho a tener acceso a ella cuantas veces quisiera.

—No puedo tener aquí toda mi biblioteca. No tienes idea lo costoso que es tenerla en la casa; se requiere de un clima seco. Tengo aquí lo básico.

Gustavo y Alessandra siguieron viviendo juntos una temporada; aunque no había una mínima convivencia entre ellos. En una ocasión me comentó: “Alessandra ya consiguió trabajo en Texas; yo sí mandaría a los niños allá, pero yo nunca iría a visitarlos. Cuando ella viene, yo no estoy en la casa”.

Durante el tiempo que estuve viviendo en McAllen nunca fue posible comunicarme con Gustavo. Decidí mandarle un mensaje a Claudio:

—Necesito hablar con mi hermano. Díme si tiene algún problema. O lo voy a localizar a través del Consulado de México, pero necesito hablar con él.

Alessandra estaba en Texas. Me mandó un correo donde me reclamaba que por qué estaba amenazando a Claudio.

—Oye, no estoy haciendo nada malo. Solo quiero hablar con mi hermano.

—Mira, José Luis, Gustavo tiene Alzheimer. Él está muy tranquilo. Está viendo películas, le gusta leer… Y sus dos hijos lo están cuidando como un par de ángeles.

—Oye, me da gusto saber que Gustavo está bien. Pero me interesa saber más de él.

—Realmente, tú no tienes por qué venir a verlo. Él nunca te tomó en cuenta. Además, la última vez que habló contigo, tuvo una crisis muy fuerte; pensó que estaba hablando con su papá.

Después de esta conversación, le mandé un correo en la fecha que ella me indicó. Me dijo que ella estaría ahí, asesorando a sus hijos para cuidar a Gustavo.

—Alessandra, si vas a estar con Gustavo, ojalá pudieras comunicarme con él. Coméntale que soy su hermano.

—Yo no soy mandadera de nadie.

Para entonces, todos sus grandes amigos me preguntaban por él: Mauricio Herrera, Nacho Méndez…

Fernando, uno de sus ex cuñados, hermano de Rosa —vivió con Gustavo en Lerma y en Nazas—, un día le dijo a Gustavo:

—Oye, ¿ya reclamaste lo de tu pensión?

—No. Qué es eso.

—No, pues dile a tus hijos que te lleven y que reclamen.

—A ellos no les intereso nada.

—A ver, Gustavo, espera.

Y puso el teléfono en comunicación tripartita y se comunicó a una oficina de Estados Unidos y le preguntaron a Gustavo que quién era, su número de Seguro Social y otros datos. Volvieron a hablarle, ya por separado. Gracias a su ex cuñado recibió 40 mil dólares.

Gustavo solo comentó:

—En una llamada conseguí mi jubilación. Me voy a comprar una casa.

Pero ya divagaba mucho. De repente Gustavo me decía frases extrañas:

—Oye, estoy preocupado por Rosita.

—Por qué.

—No me ha hablado.

—Y cómo quieres que te hable, mano. Si están divorciados. ¿Ya no te acuerdas que te divorciaste?

—Ah. Sí, ¿verdad?

—Oye, ¿cómo está Óscar, cómo sigue?

Mi hermanito que murió en 1957.

—¿No has ido a Bellas Artes?

—Oye, ¿cuándo murió nuestro padre? Yo ya no me acuerdo de él.

Así empezó… Pero yo suponía que estaría escribiendo alguna novela y deseaba saber detalles para recrear algunos pasajes. Muchas veces me dijo:

—Es que tú tienes una memoria tan impresionante. Ya la quisiera yo.

Yo hablaba con Gustavo de cinematografía, de libros. Un día me dijo:

—Oye, hermano, necesito que vengas para que me ayudes a hacer un testamento.

—Pues hazlo.

—Pero tú conoces de eso.

—Pues sí, pero ven tú.

—Claro que sí. Voy a ir.

—Y también quiero que me ayudes con el asunto de Saltillo. Ahí tengo una amiga y su papá es funcionario. Él va a gestionar que me den una casa para que sea un centro de cultura donde estará mi biblioteca y llevará mi nombre.

—Mira, Gustavo, un amigo funcionario en el gobierno es efímero. Al acabar su gestión, nadie lo toma en cuenta y corres el riesgo de perder todo. Si te quieres ir allá, vete por cuenta propia; no estés esperando que te vaya a ayudar el gobierno.

—Es que, aparte de mis libros de aquí, tengo dos bodegas en Albuquerque. ¿Tú me puedes ayudar a traspasarlas a Saltillo?

—Yo estoy del otro lado, pero podemos buscar una mudanza y con mucho gusto.

—Ya le dije al Pollo —Fernando— y me dijo que me va a ayudar. Ya le di autorización en las bodegas para transportar todo. Te voy a poner también a ti.

—No. A mí no me pongas. Que haya una sola persona responsable. Para que después no haya confusiones.

Gustavo compró la casa para que sus hijos se fueran con él. De las profesiones de sus hijos, Gustavo me comentó que Marcio iba a ser director de cine y que se iba ir a los Ángeles. Y que le gustaba la mecánica y había conseguido una beca para irse a estudiar en Mazda, a Japón. Realmente no sé qué fue, lo que sí puedo decir es que se dedicó a ser policía en Estados Unidos.

Claudio, hasta donde yo sé, trabaja en un restaurante; se dedica a cuidar perros y es un experto en artes marciales. Marcio, con cierta frecuencia, ha viajado a México con Alessandra. Claudio no viene porque supuestamente había perdido sus documentos migratorios. A todos nos pareció un pretexto muy endeble.

Ya no pude saber más de Gustavo. Me enteré de su fallecimiento por mi hija, que estudió Letras en la UNAM y está muy conectada con personas del medio, me mandó un correo:

—Papá, creo que falleció mi tío Gustavo.

Y me envió la nota del periódico. Casualmente, ese día yo había escrito, en la breve biografía de Wikipedia: Se dice que Gustavo Sainz tiene Alzheimer y sus hijos no admiten que nadie hable con él. Y Claudio le mandó a mi hija un mensaje a Facebook, una bola de insultos para reclamar lo que había escrito en Wikipedia.

A la muerte de Gustavo, la empresa de la bodega le habló a Fernando para informarle que había un adeudo. Pero como Gustavo tenía muchos años de ser un cliente cumplido no habían rematado sus libros.

—Le hablamos porque usted está como responsable autorizado.

—No se preocupe. Se va a pagar todo.

Pero luego, le hablaron a Fernando para decirle que había ido la esposa de Gustavo Sainz y su hijo a llevarse las cosas. Fernando veía por Gustavo porque veía en él la imagen paterna. Y es que desde muy niño, Fernando estuvo viviendo con él, cuando era esposo de Rosita. Por ese afecto que le tenía, Fernando fue a la casa de Gustavo, en Bloomington. Salió Claudio y le preguntó que quién era y qué quería. Él se presentó y dijo que su visita se debía a que Gustavo había encontrado un sobre con fotografías de cuando él era niño:

—Y que me lo iba a guardar. Yo iba pasando por aquí. Y vengo a ver, si de casualidad, tú lo tendrás.

—Tú aquí no eres bienvenido. No tienes a qué venir. No tengo nada de mi papá. Él solamente nos dejó deudas. Así que mejor vete.

Alessandra y yo jamás volvimos a hablar.

Seis

Gustavo vino a México en el 2010 a un homenaje por sus 70 años. Y estuvo en la Feria de Guadalajara. Vino acompañado de una exnovia, Laura. A todo el que quisiera escucharlo, les decía que ella era hija de los dueños de American Express, que le había dado una tarjeta con 40 mil dólares. Y que lo protegía porque habían sido novios, que ella lo buscaba y lo cuidaba. Así era la mitomanía de Gustavo.

En la FIL de Guadalajara, Fernando se dio cuenta que Gustavo ya no estaba bien. Porque salieron de ahí y él no sabía a dónde ir. Y en la Feria tomaba un libro y luego otro, y se los llevaba. Quizás porque tenía la mentalidad de soy Gustavo Sainz y me regalan libros. Fernando alguna vez pagó libros. Los libros los llevaba al stand de Alejandro Zenker. Y así podía pasarse horas…

Gustavo murió en estado de interdicción: cuando una persona ya no puede tomar decisiones. Por lo que cualquier determinación que se tome en esa etapa no tiene validez.

Este texto forma parte de un libro en preparación con testimonios sobre Gustavo Sainz

AQ

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