Cuenta Dolores Castro que Severino Salazar le confió que cuando estudiaba en Inglaterra “advirtió que los novelistas ingleses escribían sobre lo que ocurría en los pequeños poblados, y él también como narrador pretendía develar la vida de Zacatecas y sus poblaciones pequeñas”. Esa confesión nos revela que, desde sus inicios —ese encuentro ocurrió en los años ochenta—, el joven novelista era consciente de su proyecto. La poeta y narradora no fue la única confidente: Alejandra Herrera recuerda que él le comentó que en Gales había aprendido “que un escritor debe escribir sobre su provincia. Alberto Paredes precisa, en el prólogo a Los cuentos de Tepetongo, que fue en Swansea, tras un viaje a Dinamarca, que Severino comprendió que su admirada Isak Dinesen había configurado su saga narrativa a partir de sus experiencias aldeanas. Supo así que, al igual que la baronesa y otros de sus penates literarios —Thomas Hardy, las hermanas Brontë, William Faulkner—, deseaba arraigar sus ficciones en su natal Tepetongo, la capital Zacatecas y localidades circunvecinas: Si ellos han hecho con sus pueblos un vasto y hondo escenario literario donde todas las pasiones caben, ¿por qué yo no puedo hacerlo con mi tierra natal?

Salazar demostró su originalidad desde su irrupción editorial. La transfiguración de su terruño, como William Faulkner había hecho con el Misisipi en el ficticio condado de Yoknapatawpha —la composición de Las palmeras salvajes de dicho autor fue también el modelo para la estructura de Donde deben estar las catedrales, con la que Severino obtuvo el Premio Juan Rulfo para Primera Novela en 1984—, lo afiliaba a un linaje tan prolijo como bastardo de la escuela sureña norteamericana: pensemos en el Macondo de Gabriel García Márquez, en la Comala de Juan Rulfo, en la Santa María de Juan Carlos Onetti; y en España, la Región de Juan Benet. Sin embargo, si convertirse en topógrafo de comarcas literarias lo inscribía en una tradición, asociándolo con otros fabuladores de provincias —Luis Arturo Ramos, Jesús Gardea, Daniel Sada, Gerardo Cornejo, entre los más notables—; por el contrario, el tono melancólico de sus historias y la angustia, desesperación y búsqueda de sentido vital de sus protagonistas lo distinguían.
La microcósmica no implica localismo; a guisa de un río subterráneo, abreva en fuentes milenarias, ancestrales: arquetípicas. De ahí que, en una reseña publicada en 1986, planteara que se erguía sobre un manto mítico. Lector de las actas virreinales, pero asimismo emparentado con la oralidad —recorren sus caminos, trovadores, cantantes y figuras proféticas—, Salazar recicla unidades míticas (“mitemas”, las llamó Claude Lévi-Strauss). En esta comarca ahíta de murmullos resuenan ecos mitológicos, desde los misterios de Eleusis (El mundo es un lugar extraño, 1989) hasta los ritos de fertilidad (uno de los personajes de esa segunda novela tiene un elocuente nombre, Demeterio, y las circunstancias en que su hija desaparece sugieren el fúnebre reino en que transcurren estas jornadas: Hades) y la reelaboración de héroes mitológicos: Sísifo, revestido por Juana, una loca de pueblo que arrastra cuesta arriba un tonel de chapopote; Edipo y los Dióscuros, Cástor y Pólux, sustrato de los protagonistas de “Árboles sin rumbo”, cuento de Las aguas derramadas, junto a las alusiones a Dionisos o Apolo. No abundaré en más ejemplos: académicos como Gonzalo Lizardo, Alejandra Herrera y Edilberta Manzano han explorado esas correspondencias, solo ahondaré que, amén de esas reverberaciones de clave clásica, hay otras bíblicas (por ejemplo, el salmo “quare de vulva eduxisti me” en Donde deben estar las catedrales; el trasunto de la última cena en ¡Pájaro, vuelve a tu jaula!); poéticas (resabios de The Waste Land; guiños a la Comedia de Dante) e históricas. Recapitulación sobre el pasado y su repercusión en el presente, como lo atestiguan, además de la célebre ópera prima catedralicia, Desiertos intactos (1990), Llorar frente al espejo (1990) y La arquera loca (1992), en estas tramas se implican también acontecimientos que marcaron la microhistoria de tal provincia en la segunda mitad del siglo XX, como la helada que se menciona en Nunc Dimittis. Más allá de la impronta inter e intratextual —el término para los entrecruzamientos de personajes, historias, sucesos e incluso animales familiares—, hay dos fábulas esenciales, cuyas simientes remontan edades para acercarnos al Neolítico: el mito del eterno retorno y los rituales de fertilidad, no casualmente de gran influencia en las letras del siglo XX, del Ulises de James Joyce a Blanco de Octavio Paz, pasando por La tierra baldía de T. S. Eliot.
Paradójicamente, como si acatara la reflexión de Jorge Cuesta acerca de la universalidad en la literatura, la “preferencia de las normas universales sobre las normas particulares”, mediante el registro de una provincia mexicana —una singularidad con respecto a otras comarcas ficticias, que no posee ubicación en los mapas terrenales—, Salazar logra una dimensión universal, pues además de retomar mitos, reelabora conceptos filosóficos: el existencialismo de Søren Kierkegaard, Albert Camus (¡esa alusión a Sísifo y la abundancia de suicidas, el “único acto verdaderamente filosófico”!) y Karl Jaspers; y las herejías cristianas, como la de los alumbrados, aludida en Desiertos intactos.
Obra de cantería, el hermético mensaje de esta edificación solo se revela cuando en vez de estudiar sus piezas de manera aislada las consideramos en su totalidad. Su cosmovisión se asienta en la armonía, que en Desiertos intactos se expresa como un estado de fluidez. Para Kostas Papaioannou, el pensamiento griego no establece una división entre el hombre y la naturaleza; la tragedia residirá en infringir la circulación cósmica. Un personaje dice que quizá no haya más desdicha que estar en el mundo y no entender nada. Se trata, diríase, de no lucubrar sistemas para descifrar la realidad, sino de un pensamiento que comprenda su complejidad y la misión de cada organismo. En El mundo es un lugar extraño, Valente Reveles a través de la cultura (es un horticultor) indaga en la naturaleza el sentido de la vida. Bajo la luz cenital, la axiología se abre como una flor: descubrir el papel del hombre en la organización celeste. En el abigarrado tapiz de estas tramas se insinúa una respuesta: el sentido de la existencia está en vivirla y en no perturbar el orden cósmico. El pecado de la hibris, esa intrusión en el designio divino, proviene del egoísmo, la neciedumbre por conseguir satisfacción a toda costa y la alteración de las leyes naturales. El mundo está bien hecho, son nuestros actos los que perturban su armonía.
En nuestra ideología de sedimentos judeocristianos estos límites son impuestos por la voluntad. Dos novelas con pasadizos entre sí exploran esta tesis: El mundo es un lugar extraño y Desiertos intactos. La angustia y determinismo de las piedras basales (Donde deben estar…, Las aguas derramadas) dio paso a una suerte de negación serena a través de cuyas vidrieras refulge cierta esperanza: el ser humano no es ajeno a la naturaleza, cada ser posee un propósito, lo importante es no detener el ciclo. A la vez, por recelo a confrontar la moralidad imperante, muchos personajes sufren e incluso terminan en la abyección, como sucede en Donde deben estar las catedrales, en la que el amor homosexual condena a los vértices de ese triángulo: Crescencio Montes, Baldomero Berumen y Máxima Benítez; o bien con Paulina Zúñiga, cuya pasión infructuosa la conducirá a la locura cínica —por el eco de esa filosofía que poseen sus monólogos en el basurero.
Entre las muchas tradiciones que alimentan este corpus no se ha advertido la huella del Romanticismo. Esa búsqueda de la totalidad, esa configuración de tramas y vidas como un organismo unitario (“me demostró que solo somos tierra, que nuestra carne es tierra, que estamos hechos de tierra. Y todos somos tierra”, dice el filosófico gobernador de Donde deben estar las catedrales), así como la correspondencia entre el macro y el microcosmos, del cuerpo con el universo, dimanan del movimiento fundador de la sensibilidad moderna. Solo escuchando el rumor de esa corriente que discurre bajo la superficie textual se comprende la importancia del caudal onírico (El mundo es un lugar extraño es, esencialmente, una jornada de sueños, pero en todas las novelas los sueños cumplen una función simbólica y a menudo profética), de la locura y la aberración que imbuye a estas criaturas desdichadas. La interpretación del Barroco de Salazar, con su determinación de cubrir el vacío —ah, ese horror vacui, el abismo de la nada al que temió Aristóteles—, dimana de la lucubración formulada por uno de los tres grandes teóricos del grupo de Jena, August Wilhelm Schlegel, quien vio en la dramaturgia de Pedro Calderón de la Barca un modelo y por ello se abocó a traducirlo. Giro inesperado, el barroquismo de esta obra se revela herencia romántica.
Concluyo esta invitación a redescubrir la literatura de Severino Salazar, a dos décadas de su muerte, el 7 de agosto de 2005, día de san Cayetano, con el apunte de que, en estas narraciones, hay una evidente transgresión. Si algunos de sus personajes asientan que no debemos imponer límites, tal aserto deberíamos extenderlo a la poética. Estos textos trascienden la clasificación genérica y buscan ser más que cuentos, relatos o novelas. Hay casos de cuentos que continuaron evolucionando en la imaginación creadora de su autor hasta devenir novelas. Asimismo, estas se alimentan del ensayo y particularmente de la poesía.
“La novela es una mezcla de todas las especies poéticas” sentenció Schlegel en sus fragmentos. Según Dolores Castro, en aquel encuentro que rememora, Severino elogió La ciudad y el viento, la única novela de la poeta hidrocálida, publicada por la Editorial de la Universidad Veracruzana en 1962, pues su lectura le “advirtió que poesía lírica y narrativa podían fundirse, y era precisamente lo que él pretendía lograr” (“El inolvidable poeta y narrador Severino Salazar”). El imperio de las flores (2004) es un espécimen de ese híbrido y anhelo romántico. Conclusión del ciclo que dio inicio con la escritura de Las aguas derramadas —aun cuando no fue el primer libro publicado—, esa obra final, en la que reelabora un cuento de esa colección, se convertiría en su testamento. Tan en deuda con los ciclos de fertilidad y tan elocuente en su patetismo, habría que leerla como un gran poema en prosa. Es ahí donde permanece latente el porvenir de la apreciación crítica de un escritor que amerita un sitio privilegiado en el canon mexicano.
AQ