Cultura

Snif: huele a censura

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Fidel Castro tenía la fama de ejercer el total monopolio del micrófono. Reuters
Fidel Castro tenía la fama de ejercer el total monopolio del micrófono. Reuters

“La censura”, dice una canción brasileña, “es la única entidad que nadie censura”. Recuerdo que de niño escuchaba a la gente nombrarla con alguna frecuencia y cierto sigilo, cual si fuese un espíritu chocarrero. Me imaginaba una oficina astrosa en el sótano de un edificio ruinoso, a cuyas puertas se leía CENSURA, habitada por hombres de rostros grises y ojos saltones (no habría damas, se entiende, por la naturaleza del trabajo), diestros con las tijeras y el plumón. Personas que ejercían una vigilancia comparable a la de nuestros mayores, con la encomienda de limitar su criterio como quien corta las alas a un pájaro, y a quienes nadie más fiscalizaba. Me recuerdo diciendo que cuando fuera grande trabajaría en La Censura, para así disfrutar de todas esas cosas misteriosas que nadie más tenía permiso de ver.

Supe de un novelista mexicano, hoy difunto, que ejerció por un tiempo aquella chamba ingrata y vergonzante, a cuyos auxiliares les pedía que en principio subrayaran en rojo “todas las groserías”. Parecería un chiste, a estas alturas, porque hoy en día hasta los funcionarios públicos —y sobre todo ellos— se expresan con el tacto y la elegancia de un padrote, pero ocurre que más de un lépero en funciones tiene la piel demasiado delgada para dejar que un hijo de vecino le suelte sus verdades. “No somos iguales”, exclaman, ungidos de soberbia, como quien necesita de un peldaño más alto para lidiar con los demás mortales: uno desde el cual pueda cerrar todas las bocas, sin que la suya resulte afectada. No basta ser censor, hay que ser intocable.

Fidel Castro tenía la bien ganada fama de ejercer el total monopolio del micrófono. Dondequiera que iba, soltaba interminables diatribas circulares que nadie se atrevía a interrumpir, ya no digamos contradecir. Así fuera invitado a una cena de amigos (entre sí, nunca suyos) sólo él se concedía derecho a la palabra, toda vez que su estatus superior era un dogma inviolable en sus dominios, o sea en todas partes. Como esos lambiscones que aguardan a escuchar la voz cantante para dar su opinión en torno a cualquier cosa, no vaya a ser que caigan en desgracia sólo por haber dicho esta boca es mía.

La censura es abyecta porque pretende volvernos abyectos. Verme obligado a cuidar mis palabras, igual que el lamesuelas delante del patrón, para no importunar a alguna autoridad hipersensible, es abrazar la servidumbre del espíritu y otorgar la razón a aquellos fariseos que se pretenden moralmente superiores. La censura es retrógrada, invariablemente, pues de entrada establece dos categorías distintas de ciudadanos, sólo una de ellas libre y responsable. La censura más burda, sin embargo, no es la que se desvela por proteger candores infantiles, sino la que el poder ejerce entre las sombras con la sola intención de vacunarse contra nuestro buen juicio. La idea es salpicarnos de un miedo suficiente para hacernos sus cómplices callados. Es decir, corrompernos. Desde su mismo origen, la censura es corrupta, y como tal se empeña en negarnos que existe. Tenemos que entenderla: cree que somos idiotas.

Debe de ser un trabajo extenuante, amén de paranoico y absurdo, ejercer la censura en este siglo, cuando la información se cuela fácilmente por millones de grietas disponibles. Tal parece, no obstante, que la meta inmediata no es suprimir las voces disidentes, sino echarlas debajo de las coladeras, donde actuarán como ecos disonantes, relativos y aislados, cuyo destino último será sumarse al flujo del desagüe. Y como la censura de hoy en día insiste en convencerte de que es fruto de tu imaginación, sus patrocinadores recurren al insulto y el descrédito para así exterminar las opiniones que —al menos todavía— no consiguen callar. ¿Qué espera la censura? Que nos acostumbremos a convivir con ella. Que ya no la veamos, o la veamos sesgado. Y que si al fin nos referimos a ella, lo hagamos cuchicheando y en lo oscuro, al estilo de un niño amedrentado. 


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Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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