Hoy me despierto en una incómoda alegoría: las puertas están cerradas o, más bien, trabadas. Jalo las manijas, empujo con el hombro, con el pie, pero ninguna se abre. Quizá la causa provenga de algún desajuste del tiempo y deba yo intentar de nuevo en unos quince o veinte minutos. Quizá también sea la influencia del clima en la madera, aunque no se siente húmedo el aire y la luz se ve seca. En todo caso, no cabe la menor duda de que me encuentro ante un dilema y que no me conviene romperme la cabeza, pues la solución no es sicológica. Me siento en mi silla y, para apaciguarme, finjo que mi memoria se va llenando de un contenido docto. Ayer terminé el capítulo sobre Petrarca en tu libro del Renacimiento. De niño, antes de que entendiera el sentido del latín, recitaba los escritos de Cicerón. Según Addington Symonds, parecía estar dotado para captar intuitivamente el humanismo: “era parte de su temperamento como la música del temperamento de Mozart”. Nunca llegó a leer el griego, pero festejó con reverencia “los códices de Homero… que le fueron enviados desde Constantinopla”, y le pidió a Bocaccio, su discípulo, que aprendiera el idioma para traducir “al más grande de los aedos”. Petrarca era vanidoso, propenso a la lisonja, y había una clara discordancia entre su conducta y sus teorías. “El cristiano que había en él forcejeaba con el pagano renacentista”. Bocaccio, en cambio, era humilde y sumiso. “Escribió al dictado… la Ilíada y la Odisea en latín, habiendo sido ésta la primera traducción de Homero para el lector moderno”. Le mandó el manuscrito a Petrarca: momento cumbre de la historia de la cultura, declara Symonds; como otro posterior, cuando el maestro Crisoloras inauguró la cátedra de griego ante sus alumnos florentinos en 1397. Lo que ignoro distorsiona lo que aprendo. Aegritudo se refiere a una actitud inquieta y deseosa; genus irritabile vatum, a la raza irritable de los poetas. Investigaré lo siguiente en la noche: la soberbia moral que aqueja a algunas buenas personas; el doble filo de la piedad —incluiré aquí un fragmento del epígrafe de La piedad peligrosa de Stefan Zweig: “hay dos tipos… la débil y sentimental, que no es… más que la impaciencia del corazón por deshacerse lo más pronto posible de la emoción dolorosa que le despierta… la infelicidad ajena… y la otra, la que de veras cuenta, la no sentimental y creativa, que no se arredra y persistirá, con paciencia, hasta llegar al límite de su fuerza o más allá”— y el asunto polémico de mi carácter. ¿Cómo no te pedí precisiones, instrucciones de uso? Un amigo me explica, con cautela, que a menudo inhibo al prójimo: “das miedo”. En un sueño del Canto XXVI de mi Comedia apócrifa, tú y yo estamos en el baño, reparando losetas. Suena el teléfono. Nos reímos cuando me tropiezo y tiro el balde de agua. Juntos secamos el piso. Yo exprimo el trapo. Break a horse es domarlo. Podemos hacer eso conmigo: irme entrenando, por etapas, hasta inculcarme una gentileza espontánea.
Desorden
- En el banquillo
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Tedi López Mills
Ciudad de México /