Hace unos días, el comediante Jay Leno comentó en una entrevista que, aunque le gustaba lo que hacían colegas como Stephen Colbert, hacer humor político en estos tiempos implicaba aceptar que la mitad del país te odiara.
El problema fue que, aunque todo indica que esas declaraciones las dio antes de que Colbert fuera “cancelado por motivos presupuestales” —lo cual se entendió como presión política disfrazada—, para muchos, incluidos varios comediantes de late night, lo que dijo Leno fue una especie de defensa del “tibio profesional”: alguien que prefiere no pronunciarse ante las injusticias por miedo a perder audiencia.
Y ahí surge la pregunta: ¿tiene la comedia, en ese formato, la obligación de ser política? ¿Por qué quedarnos solo en la comedia? ¿Deben todos los famosos declarar públicamente sus creencias, aunque su trabajo no tenga nada que ver con eso? ¿Es válido exigirles una postura, sabiendo que en cuanto lo hagan serán castigados por la mitad del público que no coincide con ellos? Y lo peor: si deciden hablar, nunca falta quien les espete: “Tú dedícate a actuar, cantar, posar”, o lo que sea que hagan de tiempo completo.
Recientemente, alguien descubrió que Sydney Sweeney está registrada como miembro del Partido Republicano desde el año pasado. Esto, justo después de la polémica campaña para American Eagle, en la que las interpretaciones sociales más delicadas parecen ir ligadas al partido político que uno apoye. Más gritos de cancelación; más aplausos por las razones equivocadas.
Que el propio Trump haya celebrado esta revelación no ayuda. A nadie.
Pero así vamos: de ruido en ruido, centrados en lo que opinan los famosos, y no en la profundidad de los temas sobre los que les exigimos pronunciarse.