Me enamoré del teatro musical desde niña, gracias a Manolo Fábregas, y ese regalo me acompañará por siempre.
Permítanme la indulgencia de contarles una experiencia hermosa en San Diego, en el Moonlight Amphitheater, un lugar mágico al aire libre donde el público disfruta desde bancas, en el pasto o incluso durante picnics, a una talentosa compañía teatral que nos transporta —esta vez— a Anatevka, Rusia, en 1905.
He visto El violinista en el tejado decenas de veces, en distintos lugares e idiomas, y siempre me conecta con lo mejor que el arte puede recordarnos como humanidad.
Pero nunca puedo callar la voz que canta simultáneamente en mi memoria durante la función, y que escucha cada inflexión que hacía Manolo Fábregas, a quien vi de niña en el Teatro San Rafael.
El teatro —especialmente el musical— es eterno cuando se hace con amor y pasión. Y existía un tesoro: los discos. Esos maravillosos discos. Nadie salía del teatro sin uno bajo el brazo. Yo los escuchaba tantas veces que hasta me dormía y soñaba con ellos. Son recuerdos tatuados en mi ADN. Y aunque los más grandes actores interpreten a Tevye, en cualquier idioma, para mí, siempre sentiré que falta algo, porque no se trata de nuestro Señor Teatro.
Lo maravilloso de esto es que hoy vivo una doble experiencia: disfruto el presente mientras revivo mi primera vez.
Por eso les digo que, mantener la tradición de ver teatro musical, es una de las alegrías más constantes de quienes compartimos esta pasión.