Nadie diría que el simple acto de vender pantalones de mezclilla se convertiría en uno de los frentes más visibles de lo que hoy llamamos “la guerra cultural”. Pero ahí estamos. Todo comenzó con la muy cuestionada campaña de American Eagle, aquella de “Sydney Sweeney has great jeans”.
El juego de palabras entre genes y jeans pretendía ser simpático, pero terminó acusado de supremacía blanca: la actriz como arquetipo de belleza hegemónica y la insinuación de que su “genética” era la verdadera mercancía.
Luego entró Levi’s con Beyoncé, quien ya tenía firmado contrato con la marca. Su look de Cowboy Carter provocó la furia de los anti-woke más rabiosos, que se atrevieron a llamarlo “apropiación cultural” y celebraban que American Eagle representaba el “regreso del poder rubio”. En otras palabras: racismo, disfrazado de comentario cultural.
Y justo ahí llegó Gap. No solo se sumó a la conversación, la llevó a otro nivel. Con el grupo multicultural Katseye revivió la nostalgia Y2K, a ritmo de
“Milkshake”, de Kelis. Diversidad, coreografías vibrantes y un golpe directo a sus rivales: en pocas horas superó los 22 millones de vistas en Instagram. Mis sobrinos centennials me lo explicaron con claridad: “tantearon” a American Eagle con una campaña que sí entiende la inclusión y el lenguaje digital.
¿Se trata de vender jeans? Claro. ¿Pero también de ganar batallas simbólicas en el terreno cultural? Esa es la verdadera pregunta. Al final, la pregunta es nuestra: ¿estamos comprando mezclilla o discursos? Y quizá la respuesta sea que hoy en día ambas cosas vienen cosidas en la misma costura.