En la narrativa oficial de la llamada Cuarta Transformación, el discurso siempre ha girado en torno a la austeridad, la cercanía con el pueblo y la promesa de un país donde todos tengan acceso a una educación de calidad gracias a los programas del gobierno. Sin embargo, la realidad muestra otra cara: mientras se promueve con bombo y platillo la creación de universidades del Bienestar, los hijos de los principales dirigentes morenistas estudian en prestigiosas instituciones en el extranjero.
Ahí están los ejemplos: Francesca y Anne Dominique Ebrard en Canadá e Italia; Jesús Ernesto, el hijo menor del presidente López Obrador, en Londres; los descendientes de Adán Augusto en París; la hija de Sheinbaum entre California y Barcelona; y los casos de Mario Delgado y John Ackerman, cuyas familias también optaron por destinos europeos. Ninguno de ellos aparece inscrito en las escuelas públicas que su propio movimiento defiende con tanto fervor.
No se trata de un delito ni de un pecado mandar a los hijos a estudiar fuera del país. Al contrario, muchas familias mexicanas sueñan con esa posibilidad y hacen enormes sacrificios para lograrlo. Lo cuestionable aquí es la incongruencia entre el discurso y la práctica. ¿Cómo pedirle al pueblo que confíe en el sistema educativo nacional cuando sus máximos promotores no lo hacen ni para su propia familia?
La educación en el extranjero ofrece ventajas innegables: aprendizaje de otros idiomas, redes internacionales, apertura cultural. Pero también expone un doble rasero. A los jóvenes de clase trabajadora se les repite que las Universidades del Bienestar son el futuro, mientras los hijos de la élite política gozan de un horizonte global pagado con recursos que, directa o indirectamente, provienen del erario.
El problema no es que los hijos de los políticos estudien fuera, sino que, al mismo tiempo, se nieguen las carencias que viven millones de estudiantes mexicanos. Escuelas sin internet, maestros mal pagados y falta de infraestructura siguen siendo una constante. Y en lugar de atenderlo con seriedad, se vende la idea de que la educación pública del país está a la altura de los mejores sistemas del mundo.
Los “juniors del bienestar” son un espejo incómodo para la 4T. Mientras sus padres presumen austeridad republicana y cercanía con el pueblo, sus hijos retratan la distancia real que existe entre el discurso y la vida cotidiana de la élite gobernante. Una élite que, como cualquier otra en la historia de México, sigue asegurando para los suyos las mejores oportunidades.
Tal vez el verdadero reto de la transformación no esté en levantar universidades con nombres rimbombantes, sino en construir un sistema educativo nacional tan sólido que ni siquiera los hijos de los funcionarios más poderosos tengan la necesidad de buscar opciones en el extranjero. Porque mientras eso no ocurra, la brecha de desigualdad seguirá intacta, aunque se disfrace con discursos de bienestar.
El pueblo en Universidades del Bienestar, y los hijos de la élite en Londres, París, Vancouver o Milán. El discurso de igualdad se tambalea cuando la realidad lo contradice. Y es ahí donde la 4T tiene su mayor deuda con los mexicanos.