La Suprema Corte de Justicia de la Nación acaba de emitir una jurisprudencia que podría marcar un antes y un después en el ejercicio periodístico en México. En esencia, el máximo tribunal determinó que las manifestaciones vertidas en una columna de opinión merecen protección constitucional siempre que cumplan con un estándar de veracidad, entendido no como la exactitud absoluta de los hechos, sino como la existencia de un sustento fáctico suficiente, fruto de una investigación diligente y responsable.
Este criterio surge de un caso donde un periodista fue demandado por daño moral por un ex servidor público, quien alegó que las opiniones expresadas en su contra se basaban en información falsa. La Corte, al final, concedió el amparo al comunicador, considerando que las opiniones versaban sobre un tema de interés público y estaban respaldadas por hechos investigados con seriedad. Esto es importante porque aclara que la libertad de expresión no queda supeditada al silencio por temor a represalias legales, siempre que haya un trabajo previo riguroso.
La distinción que hace la Corte entre libertad de información y libertad de opinión es clave. La primera se refiere a transmitir hechos verificables; la segunda, a emitir juicios de valor. Y aunque las opiniones no requieren prueba de exactitud, si están sustentadas en hechos mencionados en la misma columna, estos deben tener un respaldo mínimo que les dé credibilidad. Se protege así la discusión pública, pero se evita que la opinión sea una coartada para difundir falsedades.
En el mundo real del periodismo, esto significa que un columnista que opina sobre un funcionario, empresario o personaje público debe, antes de apretar la tecla de “publicar”, asegurarse de que los hechos que menciona —aunque sean solo el punto de partida de su opinión— tengan alguna base comprobable o provengan de información de dominio público. No se exige infalibilidad, pero sí honestidad intelectual y diligencia.
El criterio también advierte sobre el riesgo de la “malicia efectiva” o real malicia: cuando una opinión se construye sobre hechos no verificables para la audiencia y se difunde a sabiendas de que son falsos, o con negligencia absoluta, sin siquiera un mínimo esfuerzo por corroborarlos. En esos casos, la libertad de expresión deja de ser un derecho legítimo y se convierte en un abuso con consecuencias legales.
En tiempos de polarización y fake news, este equilibrio es fundamental. La prensa y los opinadores no pueden renunciar a su papel de contrapeso y vigilancia del poder, pero tampoco pueden escudarse en la bandera de la libertad de expresión para fabricar historias. La credibilidad se construye con veracidad y rigor; sin esos cimientos, cualquier denuncia, por legítima que parezca, pierde fuerza moral y jurídica.
Al mismo tiempo, el fallo de la Corte es un recordatorio para quienes buscan silenciar voces críticas mediante demandas estratégicas: si las opiniones están bien fundamentadas y tratan sobre asuntos de interés público, estarán protegidas. Esto fortalece el debate democrático y da mayor certeza a periodistas y medios que trabajan en contextos adversos.
Esta jurisprudencia no es un cheque en blanco ni una mordaza: es un mapa. Indica el camino para ejercer la libertad de expresión con responsabilidad, sin miedo, pero también sin abuso. Porque en una democracia madura, el derecho a opinar debe convivir con el derecho al honor, y el punto de equilibrio siempre será la verdad, o al menos, la diligencia honesta de buscarla.