La muerte de Irma Hernández Cruz, maestra jubilada y taxista en Veracruz, no puede entenderse como un caso aislado, ni mucho menos como una simple tragedia del crimen organizado. Irma fue secuestrada tras negarse a pagar “derecho de piso” al cártel que opera en la región. Obligada a grabar un video bajo amenaza, sirvió como ejemplo de castigo para quienes se atrevan a no colaborar con la delincuencia. Días después, su cuerpo fue hallado sin vida. Para la autoridad, fue un infarto. Para la sociedad, fue feminicidio y tortura. Para el crimen, fue un mensaje.
La gobernadora Rocío Nahle —lejos de asumir con seriedad el impacto social de este crimen— eligió atrincherarse en un tecnicismo médico para declarar que Irma murió por causas naturales. Aun cuando las autoridades forenses detallaron que el infarto fue causado por un “estrés extremo derivado de la violencia”, la narrativa oficial insistió en desmarcar a los verdaderos responsables: los criminales que la levantaron, la amenazaron y la usaron como vocera forzada del terror.
La violencia de género no solo es sexual o doméstica. También se expresa cuando el cuerpo de una mujer es utilizado como botín, escudo o mensaje dentro de una lógica criminal. Es violencia de género cuando una mujer pobre, que trabajaba doble jornada para sobrevivir, es abandonada a su suerte por un Estado que no le ofreció seguridad ni justicia. Es violencia cuando se le culpa, se le invisibiliza o se le reduce a una cifra más en las estadísticas oficiales.
Pero más grave aún es la doble moral institucional. Cuando una política de alto perfil es señalada —con pruebas o sin ellas— por presuntos actos de corrupción, el aparato del Estado se activa con velocidad: se persigue a quienes las critican, se denuncian filtraciones, se grita misoginia. Sin embargo, cuando una mujer sin poder, sin fuero ni influencia, es asesinada por enfrentarse al crimen, la reacción es fría, tibia, burocrática. No hay indignación oficial. No hay justicia.
En México, parece que hay mujeres de primera y mujeres de segunda. Las primeras, arropadas por el discurso del poder, cuentan con el respaldo de las instituciones, los partidos y las leyes. Las segundas, aquellas que viven en colonias marginadas, que manejan taxis o venden en tianguis, son descartables. No provocan marchas oficiales. No merecen el respaldo de la clase política. Son víctimas funcionales, útiles mientras no incomoden.
El caso de Irma es una herida abierta que duele porque desnuda lo que realmente vale la vida de una mujer común en este país. Porque ni siquiera su historia trágica bastó para indignar al sistema. Porque su muerte fue minimizada, revictimizada y utilizada para lavarle la cara a un gobierno estatal más preocupado por las formas que por la justicia. Porque quienes debían protegerla, optaron por proteger su imagen.
La violencia contra las mujeres no puede seguir dividiéndose entre la que es útil para agendas políticas y la que no. Mientras no haya la misma urgencia para esclarecer el asesinato de una trabajadora que para defender el prestigio de una gobernadora, no habrá igualdad, ni democracia, ni justicia. La sangre de Irma exige más que comunicados. Exige una revisión profunda de las prioridades del Estado.
Porque si Irma, con toda su dignidad, esfuerzo y trabajo, no mereció justicia, entonces ninguna mujer en México está realmente a salvo. Y eso debería escandalizarnos a todos. No solo por lo que le hicieron, sino por lo que dejamos que pase sin consecuencia. La pregunta ya no es si fue violencia de género. La pregunta es si nos queda humanidad para reconocerlo.