Salimos a la calle porque la vida está afuera y no resistimos ese imperioso llamado de estar justamente allí, en el gran escenario de lo exterior. En ese espacio nos encontramos con los demás, descubrimos con asombro la realidad de las cosas y dejamos que la simple belleza del mundo nos impregne el espíritu.
Allí también, fuera del ámbito confinado de la casa familiar, es donde hemos aprendido a negociar, a competir, a disimular, a defendernos, a ser generosos o a sacar provecho, a trabajar, a obedecer y a cultivar amistades, entre otras tantísimas habilidades sociales. La prisión, en este sentido, es el más supremo de los castigos: le quita al ser humano su primerísima facultad, la de moverse libremente en un universo que refleja a cada minuto, como un gigantesco espejo, el milagro de su propia existencia.
La peste del nuevo coronavirus nos ha caído encima como una maldición moderna, aunque otras plagas, más mortíferas y aterradoras, hayan aparecido ya en diferentes momentos de la historia y que, como ahora, las poblaciones se sintieran llevadas a encontrar al gran culpable de su colectiva desventura.
Hay gente, hoy mismo, que está destruyendo antenas de las redes 5G porque se ha propalado la patraña, en los países europeos, sobre todo, de que los campos electromagnéticos generados por esta tecnología debilitan el sistema inmunológico. Sería ésta, apenas, una de las tantas falsedades que circulan para procurarnos el extraño consuelo de que los infortunios no brotan por cuenta propia, de que siempre hay alguien detrás.
En todo caso, no todos hemos podido acatar, aquí en este país, la instrucción que nos han dado de quedarnos en casa. Algunas personas simplemente no se pueden permitir ninguna rutina de aislamiento: sus labores más inaplazables las desempeñan en todos esos lugares abiertos donde opera el comercio informal, por no hablar de los innumerables oficios que no se pueden ejercer en manera alguna a distancia.
Son entendibles estas causas. Lo que es menos comprensible, con mucho, es la disposición oficial de comenzar, en estos momentos, una suerte de retorno a la normalidad. Sabemos de las devastadoras consecuencias económicas del parón. Pero ¿relajar las medidas justo cuando la epidemia se agudiza?