Patrick Healy, uno de los encargados de las páginas editoriales de The New York Times, condujo una conversación en línea con tres columnistas del prestigiado diario. Reproduzco aquí, con un oscuro deleite, una de las intervenciones de Michelle Goldberg, mucho más clara, lapidaria y contundente que sus colegas Douthat y Brooks: “Ya había percibido que Trump era un rufián autoritario y un avaricioso embaucador. Ninguna circunstancia, durante su presidencia, hizo que cambiara yo esa primera impresión. Viendo las cosas en retrospectiva, inclusive cuando pensaba haber tenido una muy pobre opinión de los políticos del Partido Republicano, creo que sobrestimé su decencia y me impactó constatar que capitulaban prácticamente en masa. Cuesta trabajo recordar, pero hubo un momento en que varios de nosotros hubiéramos esperado que alguien como Lindsey Graham, entre todas las posibles personas, le hubiera plantado cara a Trump”.
Dibuja la articulista de cuerpo entero al personaje, en tres palabras. Pero exhibe, sobre todo, el dominio absoluto de un individuo sobre una congregación entera de seguidores suyos, rendidos servilmente al vasallaje hasta el punto de renunciar a tener una voz propia.
La receta populista está condimentada de promesas, mentiras, bravuconerías e incesantes ataques a un enemigo deliberadamente fabricado, un adversario detestable pero, al mismo tiempo, absolutamente necesario para edificar un modelo de crudas confrontaciones. Una vez esbozado un perfil lo suficientemente aborrecible del renegado, el paso siguiente es agenciarse la adhesión incondicional de los fieles, hermanados todos ellos en el repudio al opositor y aglutinados en un bando de fanáticos embelesados con la belicosidad del líder.
Esos fervorosos creyentes, sin embargo, no sólo responden con entusiasmo al llamado a la confrontación sino que muchos de ellos —sobre todo los que se mueven en el círculo cercano al paladín— sobrellevan los perturbadores tormentos del miedo: temen, antes que nada, ser expulsados de la cofradía por expresar la más mínima discordia o atreverse a una simple crítica.
Y es que el supremo adalid de la causa no es un humano cualquiera, no señor, sino, como bien lo pone Michelle Goldberg, un “rufián autoritario”. Y ahora manda, en la nación más poderosa del mundo, un sujeto así.