Siempre me he preguntado por qué nadie en México ha retratado la historia de Marcial Maciel como hace hoy el documental El Lobo de Dios. El año pasado una de nuestras televisoras, en sociedad con un canal estadunidense, lanzó promos espectaculares de una serie que al final quedó en nada. Los libros que existen —de Nelly Ramírez, Elena Sada, Alejandro Espinosa, Raúl Olmos y Carmen Aristegui y, quizá el mejor y más riguroso de todos, de Fernando González— nunca alcanzaron el eco que merecían. Ha habido dos que tres pequeños documentales audiovisuales, como el de Jason Berry, que no tuvieron difusión comercial. En algunas revistas y diarios —porque en los medios hasta hace muy poco alineados con los legionarios, la censura sobre sus crímenes fue siempre brutal, absoluta— sí ha corrido tinta, resaltando los textos firmados por Emiliano Ruiz Parra, pero, con todo, en los salones mexicanos de Marcial Maciel se habla poco, incómodamente, prefiriendo barrer el tema bajo las alfombras y quedándose más que satisfechos con lo que les dijeron, cuando se vieron forzados, los directores territoriales de la Legión: que quizá Nuestro Padre fue impropio con algunos muchachitos y que tuvo una hija, pero nada más; cuando en realidad sus perversiones fueron múltiples, continuas, abominables y criminales.
Maciel y la obra que erigió a su imagen y semejanza, los Legionarios de Cristo, marcaron a quienes detentan el poder y el dinero en nuestro país a partir de los años 60. Eran omnipresentes. No había casa de renombre que no tuviera sobre la mesa principal una gran foto del cura. No había hijos o nietos de empresarios, de políticos o de personalidades que no estuvieran enrolados en sus escuelas, comenzando por Ovidio Guzmán. No había capitanes que no lo bañaran en donativos y en regalos, pavoneándose cuando recibían de los labios del supuesto santo el mote de “empresario cristiano modelo”, como Alfonso Romo y Alonso Ancira. Y no había quién, a cambio de una palabra favorable suya, una que, se sabía, les abriría las puertas del mundo dorado de las élites mexicanas, se rehusara a poner su músculo al servicio del fundador y en contra de quienes Maciel señalaba como “los enemigos de Cristo y de su Iglesia”, pero que en realidad eran críticos y denunciantes exclusivamente suyos.
Es cierto que la ilusión colectiva de la santidad del fundador, violador serial, mentiroso compulsivo, bígamo, pederasta irredento y toxicómano parece haberse roto. Pero en su orden, en puestos directivos, están hoy sin recelo algunos de sus peores cómplices, sus incondicionales, no pocos de ellos cargando orondamente denuncias creíbles de ataques calcados de los cometidos por el michoacano. La Legión en sus manos se dedica hoy, como ayer, a recolectar fondos de manera voraz, a regentear escuelas pésimas y a defender a los depredadores en su seno mientras ningunea al imparable río de sus nuevas víctimas. Con todo, siguen siendo recibidos por buena parte de esos mismos ciegos voluntarios en la punta de nuestra pirámide social, educando a sus hijos y casando a sus hijas como si nada hubiera pasado.
Quizá por eso no se aborda el tema en México.