
La fabricación de culpables es un fenómeno cada vez más común. Es difícil encontrar un delito que haya llamado la atención pública que no tenga como correlato la detención de supuestos responsables cuya vinculación con el crimen original sea dudosa.
Son demasiado comunes los boletines de policía que anuncian la detención de tal o cual delincuente en cuyo texto es mencionado que el sujeto habría sido capturado en posesión de drogas y/o armas exclusivas para el uso del Ejército.
La inmensa mayoría de las veces esos elementos delictivos son sembrados para asegurar que los presuntos criminales permanezcan encerrados mientras se realizan investigaciones. En vez de seguir una secuencia lógica donde primero se investiga y luego se detiene, la práctica mexicana invierte los pasos. Sin importar cuán sólidos sean los indicios, se presenta al sospechoso ante el juez, acompañado del paquete “armas-drogas,” para asegurar la privación de la libertad en lo que se recaban elementos más sólidos.
Esta perversión de la justicia tiene como consecuencia nefasta que una inmensa mayoría de personas indiciadas por un delito inventado duren varios años encerradas sin que pueda probarse su relación con el delito por el que originalmente fueron acusadas.
Desde hace varios meses, familiares de “presos inocentes” han realizado manifestaciones fuera de diversas oficinas gubernamentales. Por ejemplo, es el caso del colectivo Haz valer mi libertad que, desde mayo de este año, instaló en Toluca –fuera del palacio de gobierno del Estado de México– un plantón para reclamar justicia pronta para quienes, se afirma, están encerrados de manera injusta.
Este colectivo se integra por familiares de más de setenta personas a quienes se les han fabricado delitos de alto impacto como extorsión, secuestro y homicidio, con confesiones generalmente obtenidas mediante tortura. De acuerdo con este colectivo, nueve de cada diez personas son detenidas en el Edomex sin que antes se haya emitido una orden de aprehensión, y seis de cada diez sufren de tortura cuando la autoridad quiere conseguir declaraciones autoinculpatorias.
En junio del año pasado una voz de ese colectivo resumió así su lucha: “Hoy la inocencia está cautiva por la indolencia desde el poder, por la mala impartición de justicia… pero la inocencia sí tiene voz y aquí está resistiendo”.
Cabe presumir que los delitos por los que estas personas están acusadas son reales. Lo que estaría en duda es que la autoridad haya dado con los verdaderos responsables. Este es un fenómeno que merecería mejor atención: se trata del proceder de todo el aparato de justicia cuando asigna de manera irresponsable delitos a personas que podrían ser inocentes, con tal de concluir casos que de otra manera jamás podrían
cerrarse.
De un lado hay un delito sin culpable y del otro lado un presunto culpable sin delito. Esta mecánica es nefasta porque funciona no solo para garantizar la impunidad criminal, sino también para que los verdaderos criminales sigan delinquiendo con libertad.
Una hipótesis benévola para explicar esta perversidad sería la ineficiencia de la policía a la hora de investigar y, en revancha, la fabricación de culpables para salvar cara ante sus superiores. El problema con esta versión es que no solamente la policía contribuye a la maquinación, también participarían el ministerio público, los jueces y en muchas ocasiones también los gobernantes.
Otra hipótesis menos ingenua llevaría a advertir una estrategia bien planificada, por parte de los cuerpos de seguridad, para fabricar culpables con el propósito deliberado de proteger a los criminales verdaderos. La regularidad con que sucede este fenómeno no ha sido suficientemente destacada y, sin embargo, hay evidencia de que no se trata de un hecho aislado.
El ejemplo más reciente y escandaloso es el del antiguo secretario de seguridad, durante el mandato de Felipe Calderón. De acuerdo con los testimonios recabados durante el juicio que se le siguió este año en Nueva York, Genaro García Luna, para proteger a sus socios y aliados del cártel de Sinaloa, perseguía con pompa y escándalo a sus adversarios. Es decir que distraía con el señuelo de unos para asegurar que los otros actuaran sin obstáculo.
De ser cierto lo anterior, a mayor número de culpables fabricados, peor es el nivel de impunidad entregado por las autoridades a los criminales reales.
Esta semana, en el estado de Sonora, surgió un caso más de esta lógica perversa. El fiscal local, Gustavo Rómulo Salas, convenció al gobernador Alfonso Durazo de que había logrado detener a un criminal temible: el asesino material de Abel Murrieta, el candidato de Movimiento Ciudadano a presidente municipal de Obregón, que habría sido asesinado en mayo de 2021.
Cegado por la confianza que le tiene a su procurador, Durazo violó flagrantemente las garantías del imputado afirmando que el joven Sergio Silva Yocupicio había sido plenamente identificado. Durazo, queriéndolo o sin quererlo, se hizo cómplice de la fabricación. El presunto culpable es un joven estudiante de una licenciatura en educación cívica que no tiene antecedentes penales y cuenta con un modo honesto de vivir. Resulta difícil de creer que, de la noche a la mañana, se haya convertido en un asesino a sangre fría capaz de vaciar diez tiros sobre un personaje tan público como lo era Murrieta.
Se añade como argumento exculpatorio que, en la fecha del crimen, el joven Silva Yocupicio padecía de una lesión en las rodillas que lo llevó a utilizar muletas. ¿Cómo explicar entonces que, de acuerdo con los testimonios, el asesino haya salido corriendo? Por otro lado, las personas que atestiguaron el homicidio afirman que el perpetrador era un sujeto de unos cuarenta años con aspecto de habitante del sur del país. Esta última caracterización merecería mejores explicaciones, pero en Sonora el adjetivo “habitante del sur” no corresponde a la complexión y la estatura de Sergio Silva.
¿Para qué fabricar la culpabilidad de este joven deportista? Aquí, nuevamente, una hipótesis: el jueves 10 de agosto la fiscalía detuvo a Omar Alejandro Sayula Torres, alias el Mou, quien, hasta ese momento había sido señalado como el autor material del asesinato de Murrieta. Este personaje era jefe de sicarios de una organización criminal liderada en Sonora por Fernando Salmerón Pérez, alias el Nando Arenas, quien a su vez estaría vinculado con el asesinato, en noviembre 2019, de varios integrantes de la familia LeBarón, cuyo abogado victimal había sido Abel Murrieta.
¿No es una casualidad que solo ocho días después de esa detención, el gobernador y su fiscal hayan encajado el diente sobre el joven Silva Yocupicio ¿A quién se intenta proteger? ¿Quién pagó para conseguir impunidad? Cada vez que haya fabricación de culpables debe recordarse que, detrás de un crimen inventado hay otro monstruosamente más grande.