Afirman que nunca ha existido la paz mundial; que siempre algunas naciones están luchando: que la guerra es la naturaleza de la humanidad.
Pero aun así, hay tiempos significativamente más violentos: tiempos de efervescencia en los que la muerte y la destrucción arrasan pueblos enteros y amenazan encender una conflagración mundial.
Tal es el estado de estos días. Por su potencial transmisibilidad sobresalen las guerras de Rusia y Ucrania; de Israel y la Franja de Gaza; el creciente conflicto entre China y Taiwán; y la hostilidad permanente de Corea del Norte.
México no es ajeno a esa condición. La progresiva expansión de la delincuencia, su poder y su señorío en vastas regiones es casi una revolución.
Afortunadamente, ninguna guerra ha silenciado las voces de los apóstoles de la paz. Stefan Zweig en Momentos estelares de la humanidad, expone que durante los cuatro años de la Primera Guerra Mundial, las naciones sacrificaron millones de sus mejores hijos y, no obstante, no silenciaron a los idealistas de la paz.
Con ese estandarte en 1918, llegó Woodrow Wilson a París a través de los campos aún empapados de sangre para decir: “No más guerras”.
Wilson culpó a la diplomacia secreta, a militares, industriales y fabricantes de armas de inflamar los nacionalismos para provocar las guerras.
Proponía una paz justa, honesta y perdurable.
No armisticios avasallantes.
De sus proposiciones sobresalen la abolición de la diplomacia secreta, la reducción armamentista y la creación de una asociación de naciones para garantizar la independencia e integridad de los Estados grandes y pequeños.
Así es que hoy, la paz basada en la razón y la reconciliación sigue siendo un ideal.
Pero, aunque parezca una Fata Morgana, ese espejismo que asemeja una ciudad de ensueño flotando en un mar sereno, debemos persistir en alcanzarla.