La decisión del Instituto Nacional Electoral que detalla y clarifica la manera en que va a distribuir a los diputados de representación proporcional en los próximos comicios de junio, es una decisión que merecería un debate lleno de contenido democrático, jurídico, historia. Vale la pena deshebrar su significado y sus implicaciones. Veamos.
1) ¿Es democrático que cada partido político obtenga tantos diputados como votos obtuvo en las urnas? Es decir: si obtiene 30 por ciento de los votos ¿le corresponde —en justicia— 30 por ciento de los escaños? ¿Este es un principio democrático exigible? ¿Sí o no? La respuesta es inéquivoca: sí. Durante muchos años en México, el partido con la mayor cantidad de votos, digamos 40 por ciento, se llevaba 51 o hasta 60 por ciento de los diputados porque, decían, “el país necesita gobernabilidad”. No sé si en Suecia, pero en México, democratización significó mejor representación, mejor traducción de votos en escaños.
2) ¿La Constitución de la República, esa que todos estamos obligados a respetar, impide que algún partido exceda hasta en 8 por ciento sus escaños frente a su votación efectiva? Pues eso es lo que dice el artículo 54, “En ningún caso, un partido político podrá contar con un número de diputados por ambos principios que representen un porcentaje del total de la Cámara que exceda en ocho puntos a su porcentaje de votación nacional emitida”. En palabras llanas, si tienes 40 por ciento de los votos no podrás tener más de 48 por ciento de los diputados. Una disposición establecida desde 1996.
3) ¿Le corresponde al INE poner claras —y bien claras— las reglas para la asignación de diputados de representación proporcional? ¿Forma parte de sus atribuciones? Decididamente sí. De hecho es una de sus funciones constitucionales y con ella cierra el proceso electoral en los tramos bajo su responsabilidad. Lo debe hacer y es mejor que lo resuelva antes de conocer los resultados, sin conocer ganadores ni proporciones, a ciegas. Su trabajo lo pauta la ley: circunscripción por circunscripción, verificando las votaciones efectivas por partido, la filiación partidista de los candidatos y, por supuesto, los triunfos distritales de cada organización. En su conjunto, se constata que ningún partido rebase el tope constitucional de 8 por ciento (artículos 15 a 20 de la Ley General Electoral).
4) ¿Estamos ante una mera discusión técnica o más allá está en juego el respeto al voto? Cuando una ciudadana o ciudadano marca el nombre y el emblema en el recuadro de su boleta y la deposita en la urna, expresa su voluntad política. Está votando por un partido, por un candidato y no por otro. Con los retruécanos ideados en las últimas elecciones mexicanas, se propició —a granel— que partidos por quienes no votó la ciudadanía (ni siquiera alcanzaron el registro) obtuvieron diputados vía administrativa y, a cambio, esos partidos devuelvan otros tantos diputados que venían disfrazados, al partido grande de la coalición que los cobijó en un convenio. Traficantes de la representación. Por eso el nuevo acuerdo del INE en la medida en que clarifica el sentido de la votación, democratiza el sentido de la representación.
5) Y no menos importante: al quebrantar el tope constitucional en 2018, el partido Morena se hizo de una mayoría (más de 60 por ciento de la Cámara de Diputados) más grande, ficticia, al margen de la ley, pero muy útil para alimentar su propio discurso, según el cual disponen de un permiso popular para hacer y deshacer, casi todo, incluso lo que prohíbe la Constitución. Y esa alucinación tiene sumida a la República en un campo de litigio judicial del que la sobrerrepresentación es semilla originaria.
La sobrerrepresentación ha alimentado un relato que ahora se ve obligado a reconocer su propia vulgaridad: solicitar, en nombre de una mayoría, seguir violando la Constitución. _
Ricardo Becerra