En las últimas semanas me he visto frente a diversos medios y estudiosos de la política que no son mexicanos o que no viven en México y puedo decir que, no ha habido un solo caso en el que sus ojos no se abran por asombro o confusión, dada la peculiar historia de la primera consulta de la revocación de mandato en el país.
Por eso creo que tenemos el deber de recrear este pasaje, hacer un balance de ese proceso en el preciso día de la elección, el deber simple de ofrecer una síntesis del cúmulo de paradojas, anomalías y transgresiones que desde el principio han tejido esta historia.
Primero. La figura de revocación de mandato es una adquisición muy reciente en la Constitución mexicana, apareció en 2019 con este gobierno y con este presidente, en funciones. Esto quiere decir que la revocación no podría estrenarse en este sexenio porque la convertiría en una ley retroactiva y ad hominem, asunto que se menciona poco, pero que ha subrayado José Woldenberg). Todo el derecho constitucional en México parte de esos dos principios (no se te puede aplicar una ley que modifique los términos para los que fuiste electo después de ser electo; y no es admisible una ley con dedicatoria personal a favor o en contra de ningún individuo). Se trata de la prohibición constitucional de leyes privativas. Pues bien, precisamente esto ha ocurrido con la revocación de mandato.
Segundo. En todas partes, el mecanismo de revocación se activa por ciudadanos u organizaciones que buscan remover un gobierno al que consideran fracasado o incompetente. Típicamente, es una figura dispuesta para encauzar las corrientes del descontento. Pero no en México. Aquí, quienes han activado el mecanismo son los más ardorosos seguidores del presidente López Obrador. Contra toda lógica, son ellos los que desplegaron el trabajo nacional para la recolección de firmas y son ellos sus promotores prácticamente únicos. La paradoja es evidente: no hay nadie en México que no sepa y/o que no entienda que nuestro presidente fue elegido para un periodo de 5 años y 10 meses. Pero la coalición gobernante ha solicitado el ejercicio para el fin contrario por el que fue creado el mecanismo: se trata de ratificarlo para su doble gloria electoral.
Tercero. El dispositivo constitucional ordena la organización del revocatorio en las mismas condiciones que las elecciones federales. Y eso tiene un costo. Pero la mayoría en el Congreso negó los recursos para ese gran despliegue logístico que exigen 162 mil casillas. Otra odiosa paradoja: la misma coalición que impulsa la revocación niega los recursos para hacerla en un acto de estrujamiento administrativo que no tiene precedente.
Cuarto. Las oposiciones de México, mientras tanto, observan las caravanas de la propaganda oficial con un bostezo. No hay debate. No se han presentado razones ni argumentos, ni de un lado ni del otro. Nadie, entre las filas del oficialismo ha presentado una evaluación de este gobierno para ofrecer argumentos a los posibles votantes. Por eso, en este proceso, la columna vertebral de la democracia participativa está vacía. No estamos ante un referéndum que movilice grandes corrientes sociales contrapuestas (cómo por ejemplo, el Brexit inglés), sino la movilización exhibicionista de una sola fuerza, una consulta de autoconsumo.
Quinto. Este proceso político tiene, sin embargo, un subtexto apenas disimulado: la confección de un expediente para socavar a las instituciones electorales. Los mismos que recorrieron el país con ahínco para recabar las firmas, ahora se movilizan para acusar al INE de todo lo acusable y para imputarle el hecho -muy previsible- de no alcanzar el 40 por ciento de participación en la jornada de hoy (37.1 millones de mexicanos). El expediente, enunciado por M. Merino, se teje así: (i) la denuncia por la reducción del número de casillas a instalar derivada de la falta presupuestal y presentada como prueba de “fraude”; (ii) el espectáculo consuetudinario de saltar y violar las prohibiciones establecidas en la ley, incluyendo la movilización de sus huestes para mostrar músculo; (iii) la celebración de un resultado apabullantemente favorable a la ratificación del presidente pero insuficiente para volverlo vinculante, culpando de esto al órgano electoral. No es que adivine el futuro, en rigor no es lo que pasará, sino lo que está pasando ahora mismo. Como una mala película, este desenlace resulta muy previsible.
Sexto. Es por eso que muchos analistas (J. Peschard y Bravo Regidor) han advertido a esa como la verdadera motivación del proceso que ahora vivimos, a ratos inverosímil. No recuerdo otro momento de la vida pública mexicana en la cual las mismas autoridades, los mismos gobernantes, violentaran con tal jactancia a la Constitución y a las leyes que se supone juraron respetar. No solamente hay una violación recurrente de preceptos constitucionales (por ejemplo, el 35, el 41 y el 134) y varias leyes (como la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales; la Ley General en Materia de Delitos Electorales; y la Ley Federal de Revocación de Mandato), sino que se hace ostentosamente. Porque hacerlo así, tiene una función política: exhibir antes los suyos y ante los crédulos la irrelevancia de las instituciones democráticas. ¿lo ven? Son prescindibles. Así, su profecía se autocumple: se dan los argumentos para demoler a los órganos electorales, lo mismo al administrativo que al judicial.
Séptimo. Termino. Llevamos ya tres años escuchando la misma afirmación, semana tras semana: “si se atreven a cometer tal barbaridad, si rebasan tal límite ya estaríamos hablando de otra cosa”, y con otra cosa se quiere decir ilegalidad, abuso de poder, autoritarismo, despotismo, militarismo. No obstante, somos testigos de que sí, pasa. El gobierno mexicano y su coalición sí se atreven a eso, a ir un poco más allá de lo que la Constitución y la ley se los permiten.
La Constitución prohíbe literalmente que los funcionarios promuevan las consignas en la revocación de mandato, pero el mismísimo secretario de gobernación viola pública y estentóreamente toda legalidad, mientras que a su lado, el jefe militar de la guardia nacional, vestido de militar -para que queda claro- acude al mitin del partido oficial ofreciendo por añadidura, los aviones de la fuerza aérea para facilitar la campaña de sus correligionarios.
Todo eso y decenas de ejemplos adicionales, son extremos, todos una anomalía, una ilegalidad y en su conjunto, ya han transformado la condición política de México.
Un gobierno que se ufana de la excepción y de la trasgresión de la ley, un tipo de despotismo en ejercicio que mi generación no había vivido nunca. De tal suerte que creo, ha llegado la hora de preguntarnos con seriedad si la próxima generación de mexicanos podrá vivir en una sociedad abierta y democrática o si nos hemos embarcado ya a un viaje crepuscular, autoritario y sin retorno.
Lo que ha ocurrido en el proceso de revocación de mandato, actualiza, desdichadamente, esa pregunta.
Por: Ricardo Becerra