
Cuando la gente piensa en mi país, Noruega, la mayoría suele imaginar —además de fiordos y vikingos, desde luego— una sociedad con un alto nivel de bienestar y plena igualdad de género. El caso noruego ha demostrado que ambas cosas van de la mano: cuando inviertes en mejorar la calidad de vida de 50 por ciento de la población en realidad lo haces para el ciento por ciento. Esto ha sido el resultado de una política pública que ha apostado por la participación de las mujeres en el ámbito laboral y la economía.
Es fácil advertir que esto no siempre ha sido así en Noruega. Los cambios que hemos implementado desde la revolución feminista en los años 70 han definido el del paradigma de los roles de la mujer y del hombre en nuestra sociedad contemporánea, que si bien no ha sido un proceso tan rápido como nos hubiera gustado, ha sido muy efectivo. En la década de 1970 solo la mitad de todas las mujeres adultas tenía un trabajo remunerado; hoy en día, ellas realizan trabajos remunerados casi al mismo nivel que los hombres.
¿Cómo es que en Noruega llegamos a ese punto? Empecemos por lo primero: ¿por qué es importante que las mujeres trabajemos? La participación de ellas en el mercado laboral no solo es un derecho que contribuye a su empoderamiento, sino que también es una necesidad para que nuestras sociedades prosperen. Noruega se considera un país rico, pero esto no sólo es por nuestros recursos naturales, como el petróleo o el gas; se ha calculado que la participación de la mujer en el sector laboral ha contribuido más a la economía del país que el sector petrolero y de gas en conjunto. Aunado a esto, cuando ellas trabajan aumentan su poder adquisitivo en lo individual y también en lo familiar. Además, adquieren derechos a través del sistema social, lo cual genera mayor bienestar. Así, reducir las brechas de género resulta en una distribución económica más igualitaria.
La igualdad de género, entonces, debería estar en el centro de nuestras estrategias políticas no solo de desarrollo social, sino también económico. Pero ser una mujer y abrirse camino en el mundo laboral supone enormes retos, todos lo sabemos. Esto requiere de un cambio cultural muy profundo y en Noruega no fue la excepción; la transformación tuvo que venir de la mano de políticas públicas que enfrentaran frontalmente estos obstáculos.
Para garantizar la participación laboral de las mujeres, fue claro que debíamos aceptar una realidad demasiado normalizada: a las mujeres se nos encasilla en un rol reproductivo, por lo que se nos hace responsables del hogar y la familia. Para revertir estas ideas tan arraigadas, en Noruega entendimos que debíamos impulsar un sistema de apoyo para las mujeres que eligen la maternidad y, a la vez, involucrar también a los hombres.
Cuando vivía en Inglaterra, el costo mensual de una guardería era casi lo mismo que un salario mensual. La consecuencia era, por supuesto, que muchas familias decidían que la mujer se quedara en casa con los niños —especialmente como su salario en la mayoría de los casos era menor al de su pareja masculina. A partir de 2009, la legislación noruega estableció la cobertura total para las infancias de uno a cinco años en el kínder. Según estadísticas noruegas, había 8 mil 500 en guarderías a principios de la década de 1960, en comparación con los casi 280 mil de hoy. Esto significa que 90.2 por ciento de todas las infancias noruegas de uno a cinco años está actualmente en un jardín o guardería.
Pero quizá la mayor revolución se dio a través de las licencias de maternidad y paternidad. El periodo de licencia parental se ha ampliado gradualmente, de 18 semanas en 1977 a 49 semanas con sueldo completo en la actualidad. Además, el mismo tiempo se distribuye entre madres y padres; es decir, no solo es la mujer quien se toma estas 49 semanas.
Hoy la cuota para cada padre es de 15 semanas si optan por pago completo, y si optan por la opción de 80 por ciento de sueldo, aumenta hacia 19. El resto del permiso parental puede ser compartido entre padres y madres según sus propios deseos. Es muy importante aquí señalar un punto de inflexión en esta política: la cuota paternal se instituyó de manera obligatoria, lo cual significa que, si el padre rehúsa tomar sus 15 semanas, la familia pierde sus beneficios para la madre también.
La distribución más igualitaria de la prestación parental entre madres y padres también ha cambiado los roles de género en las familias. La cuota paternal asegura que los hombres participen en el cuidado de los niños en una etapa temprana y eso, a su vez, ha modificado la manera en la que como sociedad abordamos el llamado “tercer turno”, ese tiempo después del trabajo en el que se deben realizar las labores del hogar. Seamos francos: nada cambia la mentalidad de un hombre sobre lo pesado que es el trabajo doméstico que enfrentarse completamente solo al reto de cambiar los pañales de un bebé recién nacido.
De esta manera, vemos que la política noruega de igualdad de género no se centra nada más en las mujeres; durante años hemos tenido un fuerte enfoque en el papel de los padres y la importancia de fortalecerlo para promover la igualdad entre mujeres y hombres en la familia y en la vida laboral. Esto, de la mano de esquemas universales de bienestar y la disponibilidad de jardines de infancia, han sido la tríada para garantizar que nunca más las mujeres se vieran obligadas a escoger entre la maternidad o trabajar.