Bebí tres tazas de café exprés y me autoinduje un ataque de angustia que casi me llevó a las lágrimas. Me sobrepuse y salí a una cita en el sur de la ciudad. La mano del azar me llevó por la avenida del Paseo del Pedregal. Durante años esa zona fue un gran desierto volcánico formado por la erupción del Xitle. En el siglo XIX ese lugar era parte de la hacienda de Mipulco, 50 kilómetros, bosques de pino y encino.
En 1948, durante el gobierno de Miguel Alemán, se vendieron los primeros terrenos. Luis Barragán y José Alberto Bustamante compraron tres millones de metros cuadrados. Así se fundó el Pedregal, la colonia de los nuevos ricos de la ciudad. Grandes mansiones entre la roca, declives, casas con los muros cubiertos de madera, un refugio para la urbanización de la época, lugares alejados, casas enormes como sinónimo de prestigio. La idea de Barragán era crear mansiones de diez mil metros cuadrados, un fraccionamiento campestre. Uruchurtu, el regente de Hierro, se impuso y limitó a mil metros los predios.
Rumbo a mi reunión pasé por el número 808 de Paseo del Pedregal. Odié esa casa, monumento del éxito de la familia, propiedad del hermano de mi padre, un hombre dedicado al trabajo en una gran empresa: Nacional de Drogas.
Como muchas de las casas de Jardines del Pedregal, la del tío Luis era un desperdicio y una mala interpretación de Barragán. Una sala hundida, un comedor grande y un ventanal que daba a un enorme jardín, así lo guarda mi memoria. En el centro, una alberca. Todos los primos sabían nadar, menos yo. Mi madre me ponía corcho en el pecho y el tío me tiraba al agua. Muy simpático. Nunca me quitaré de encima el miedo y el sentimiento de inferioridad. Si alguna vez he sido un extraño ha sido en esa casa donde vi por primera vez una televisión que proyectaba imágenes en color. Recuerdo el programa: Los invasores.
Aún en estos días, cuando nado por las mañanas, recuerdo esos fines de semana arrojado al agua y al abismo de la vergüenza.
Le pedí al chofer que diera vuelta en “U”. Bajé del coche, miré la casa en ruinas. Dije en voz alta, como si le hablara a los primos de la alberca: “qué bueno que esta casa y sus habitantes se fueron a la mierda”. Y seguí mi viaje.