Han pasado diez años desde la muerte del escritor mexicano Carlos Fuentes (1928-2012), y en honor a su amplísimo legado literario e intelectual, en múltiples espacios se ha recordado la vigencia de su amplia obra y pensamiento, plasmado por escrito a lo largo de toda su vida artística, en la que siempre dejó constancia de su rigor y claridad, en apego a su convicción al arte como vehículo de transformación individual, y a su firme vocación por impulsar la democracia en cualquiera de los ámbitos de la vida pública.
Fue un novelista innovador, consciente de que la novela es un instrumento de duda y cuestionamiento constante no solo del lenguaje literario, sino de la realidad en todas sus dimensiones, incluyendo la política. Y en ese sentido, la novela tiene que ser liberadora, no solo del pensamiento sino también de la acción individual; para Fuentes la novela desautoriza toda jerarquización social que implique sujeción o dogma; así lo hizo constar en sus espléndidos ensayos sobre la novela latinoamericana o la narrativa de Gustave Flaubert (1821-1880), su gran inspirador.
Al esplendor de su narrativa, Fuentes suma su clarificadora posición política, que llegó incluso a predecir con décadas de antelación los cambios democráticos del año 2000, cuando reclamaba al PRI dar paso a la democracia en los procesos electorales que finalmente derivaran en alternancia política, necesaria para el avance social de México. En innumerables foros, Carlos Fuentes defendió el libre pensamiento y las libertades civiles consagradas en la Constitución Política del país, además de garantizar la libre cátedra y el fortalecimiento del sistema educativo mexicano; no hay progreso sin educación, como no hay literatura sin lenguaje, afirmaba.
No obstante, Fuentes fue objetivo en sus juicios sobre la felicidad social, que tanto se preconiza hoy día por ser la raíz de la modernidad. Para él, como para Milan Kundera, el extravío moral del mundo contemporáneo fue anunciado a principios del siglo por Franz Kafka, que al convertir a su personaje paradigmático en un diminuto insecto, corroboró que la felicidad no es posible, porque el marco de su expresión está confundido con ideas falsas de libertad: el progreso mismo es una falacia inventada para consolar al ser humano contemporáneo respecto del trabajo y la esclavitud económica a que está sometido: “la secularización de la promesa cristiana por las sociedades industriales ofreció a todos, en vez de la redención y el paraíso, un progreso ineludible, tan seguro como la infinita perfectibilidad del ser humano”, infinita, sí, e inalcanzable, afirma.
En estos días de maniqueísmos engañosos y estériles, deberíamos volver a leer a Carlos Fuentes. Estoy seguro que entenderíamos mejor nuestra circunstancia nacional, además de que abundaríamos en el tributo mayor que todo lector tiene para un autor: leer esa obra siempre inacabada por ser reveladora a cada lectura.
Porfirio Hernándezfacebook.com/porfiriohernandez1969