Comenzamos a verlo. La reforma judicial mexicana reciente se envolvió en el espejismo de la “democratización” de la justicia; sin embargo, lo que se presentó como una profundización de la democracia es, en realidad, su vaciamiento, pues redujo la democracia a su pura dimensión formal, al ritual periódico de las elecciones, ignorando por completo su central sustancia.
En términos de jurista Luigi Ferrajoli, muy citado en nuestros días, la democracia no es principal ni solamente un método para designar gobernantes; es, sobre todo, un sistema de límites al poder y de garantías para las personas, al que denomina democracia sustancial, contrapuesta a la democracia formal.
La dimensión formal responde al “quién” y al “cómo” se decide. Es la regla de la mayoría, necesaria pero insuficiente. La dimensión sustancial, anclada en la Constitución, responde al “qué” se puede decidir: establece un catálogo de principios intocables —la dignidad, la igualdad, los derechos fundamentales— que ninguna mayoría, por amplia que sea, puede vulnerar, porque pertenece a la esfera de lo “no decidible”, el núcleo duro de la convivencia civilizada que se sustrae a la tiranía de lo coyuntural.
La falacia de la reforma mexicana residió en equiparar “voluntad popular” con “voluntad de la mayoría electoral del momento”, ya que cualquier límite a lo que decida esa mayoría es visto hoy como un ataque a la democracia.
La verdadera democracia exige ambas dimensiones: elecciones sin derechos fundamentales son una dictadura con urnas, y derechos fundamentales sin mecanismos democráticos formales carecen de legitimidad de origen. La grandeza de la Constitución de México es que fusionó ambas dimensiones: es la norma que establece el procedimiento para decidir y el marco sustancial que protege lo que nunca debe ser decidido en contra de las personas.
Por lo tanto, la defensa de la democracia sustancial es la defensa más radical de lo popular, porque mientras la democracia formal protege los derechos de la mayoría que gana, la democracia sustancial protege los derechos de todos; garantiza que el poder no pueda, ni siquiera amparándose en una victoria electoral, recortar la libertad de expresión o pauperizar la educación y la salud, como sucede en 2025 en México.
Al debilitar los contrapesos y politizar la justicia, la reforma judicial no acercó el poder al pueblo; lo concentró en manos de unos pocos, lo que erosionó la credibilidad de la política misma. Una democracia que solo se preocupa por las formas y abandona la sustancia es un cascarón vacío, un sistema que ha perdido su razón de ser; por lo tanto, el desafío actual no es elegir más jueces, sino garantizar que los que hay puedan seguir defendiendo la ley, expresión más duradera de la voluntad general, frente a la voluntad transitoria de quien gobierna. Al tiempo.