Decía Nietzsche que él no se había ahorrado ningún dolor en la vida. La primera vez que leí eso, pensé: no, no puede decir que no se ha ahorrado ningún dolor porque no tuvo un hijo.
Recientemente leí La hija única, de Guadalupe Nettel. Corroboro que prefiero la lectura de las buenas escritoras frente a la de los buenos escritores: disfruté su prosa y estoy segura de que buscaré su obra para leerla. Una cita que emplea como epígrafe me llamó la atención: “Si nunca has llorado, y quieres llorar, ten un hijo”. Recordé a Margueritte Duras, cuando hablaba de su hijo, ¡qué amor y qué miedo! Eso pasa con los hijos, potencializan todo lo que una puede sentir. Qué amor, qué dolor, qué miedo, qué felicidad, qué orgullo, qué todo. Pero justo eso: qué todo.
En Nettel encontré un juego entre vivir la maternidad o negarse a vivirla. Como sucede a muchas mujeres, sus personajes deben optar por una misma o por tener hijos. Lamentablemente esta es una realidad aun hoy en día, pues suele faltar la mitad de la responsabilidad: el padre no asume sus obligaciones, a lo sumo, “ayuda” en algo. Pero una mujer no se embaraza sola, la responsabilidad siempre es de dos.
El gobierno francés ha encontrado una forma de paliar el exceso de responsabilidad maternal: manda a sus ciudadanas ayuda doméstica profesional dos o tres veces a la semana. La realidad es que vivimos en un patriarcado y los hombres no terminan de responsabilizarse de sus vástagos. Y no me refiero solo a la usual tragedia mexicana de mujeres abandonadas con todo y sus hijos sino a el rol que juega, o que no juega, la pareja masculina en la crianza. Yo he podido realizar mi labor profesional gracias a que conté con la constante presencia de un hombre excepcional: de no ser por eso, no estoy segura de haber podido lograrlo.
Y la verdad es que yo no me puedo siquiera pensar sin hijos: mi cuerpo clamaba por ellos, en mí, ese deseo era irrenunciable y soy de aquellas que, de haber sido infértil, seguramente hubiera adoptado un recién nacido. Comentaba esto con una colega cuya amistad atesoro y coincidimos en eso: ser madre ha sido una experiencia que retorció las vetas de nuestro cerebro y nuestro cuerpo; cambió nuestra estructura física, psíquica y emocional. Para nosotras la gestación, la crianza y la vida de los hijos ha sido el más grande suceso. Vivimos enamoradas de esos bebés y volveríamos a hacerlo una y mil veces. Pero insisto: esa intensidad es opcional y no solo es amor: es también locura, y hay que decirlo.
En esto Nietzsche se equivocaba: se ahorró el más terrible dolor, una mayúscula preocupación y un amor inenarrable.