Cultura

Ni el dinero ni nadie

José Alfredo nos enseñó a disfrutar de todo lo bueno. FOTOTECA MILENIO
José Alfredo nos enseñó a disfrutar de todo lo bueno. FOTOTECA MILENIO

Hablar de temas relacionados con el sexo y el dinero generalmente nos pone en aprietos. Le damos vuelta al asunto, no sabemos cómo empezar, y sobre todo, nos cuesta mucho trabajo abrirnos a la discusión cuando tratamos estos tópicos. Es difícil encontrar empatía con los interlocutores y solemos caer en controversias o polemizar sin argumentos sólidos.

Señala Yuval Noah Harari: “El dinero es un sistema de confianza mutua… es el más universal y más eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado”. Pero como también se trata de un constructo psicológico y no de una realidad material, el dinero genera circunstancias complejas en las relaciones interpersonales. Su valor radica en la confianza, no en la valía intrínseca de una cosecha.

Las reflexiones de Harari en sus libros y las que plantea Regina Reyes-Heroles en su columna de este diario, me han llevado al cancionero de mi padre para buscar en sus letras su relación con el dinero:

“Tengo dinero en el mundo, dinero maldito que nada vale; aunque me miren sonriendo la pena que traigo ni Dios la sabe. Yo conocí la pobreza y allá entre los pobres jamás lloré, yo pa’ que quiero riquezas si voy con el alma perdida y sin fe…”.

Lo primero que se revela es la falta de valor que tiene el dinero: es maldito y nada vale. Sin embargo, y aunque haya sido vilipendiado por pensadores, filósofos y poetas, ha sido el único sistema de cooperación efectiva.

Yuval Noah Harari también afirma que es más liberal que el lenguaje, las leyes estatales, los códigos culturales, las creencias religiosas y los hábitos sociales. José Alfredo, por su parte, desprecia el dinero en la primera estrofa, mientras que en la segunda aprecia, como lo hicieron los románticos y los bohemios, el valor de la pobreza. Esa pobreza vista con la mirada de la ingenuidad. Es curioso el último verso, pues ahí encontramos al ser desposeído que va con el alma perdida y sin fe.

En cambio, en “El rey”, ese mismo desposeído, canta con desparpajo: “Con dinero y sin dinero hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley; no tengo trono ni reina ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey…”.

Son dos afirmaciones que apuntan hacia el mismo sentido, expresadas con dos cosmovisiones muy diferentes entre sí. Y, a pesar de parecer un contrapunto, ambas rechazan el valor intrínseco del dinero. José Alfredo en sus canciones crea una textura compleja sobre el tema, a veces rugosa, otras con matices de sutileza. En su huapango “Pedro, el herrero” va más lejos al afirmar:

“Por lo que sufre mi madre yo cada día más la quiero; cuánto trabaja mi padre por tan poquito dinero y yo no puedo ayudarlo, por no haber ido a la escuela: sigo aprendiendo despacio lo que la vida me enseña. Pero me siento orgulloso, aunque no tenga dinero, de ser hijo de mi padre, mi padre es Pedro el herrero”.

Yo también me siento orgullosa de ser hija de mi padre y quizá les gustaría saber, estimados lectores, que mis primeras lecciones sobre economía las aprendí gracias a él y, hasta hoy, las sigo aplicando. Debo señalar que me tocó crecer en una época en la que todo se reutilizaba: la leche llegaba tempranito en botellas de vidrio, pañales y biberones eran lavables, las jeringas también, los envases de los refrescos y las cervezas eran retornables, los restos de las cazuelas de la comida se convertían en budín… nada era desechable y el despilfarro no formaba parte de nuestras vidas.

Papá nos daba una moneda cada domingo, la consigna consistía en tres aspectos: una parte para el ahorro, otra para compartir y una para que la gastáramos en algo que nos gustaba. Una moneda era una fortuna para un niño, ya que cinco pesos te alcanzaban para comprar varias cosas. En la tienda de la escuela, recuerdo que con un peso conseguía una torta, una paleta y mi agua fresca. Pero solamente tenía permiso de gastar en la tiendita del recreo un día de la semana, el que yo quisiera. El ahorro también era decisión mía y el punto más importante, ese que te fomenta la generosidad, podía compartirlo con un compañero de escuela o beneficiar a algún niño de los que pedían limosna en la calle o juntar una cantidad más grande y ofrecerla a los programas de ayuda que había en mi colegio. Además, siento que estas tres consignas desarrollan en la persona el deseo de compartir y el no ser tacaño ni contigo ni con los demás. Un poco en broma papá decía: el dinero es redondo para que ruede y se reparta.

“Yo no nací pa’ pobre, me gusta todo lo bueno y tú tendrás que quererme o en la batalla me muero, pero esa boquita tuya me habrá de decir te quiero…”.

José Alfredo nos enseñó a disfrutar de todo lo bueno, no le gustaba quedarse con ganas de algo. Siempre fue afecto a tener los aparatos que la tecnología estaba ofreciendo, le encantaba experimentar las novedades y era un hombre espléndido. Nunca tuvo una propiedad a su nombre ni supo lo que era invertir en fondos o en la bolsa. Su patrimonio es su obra y yo sigo cuidándolo. Las palabras más amorosas que escribió alrededor de este tópico quedaron en una de sus últimas canciones, “Gracias”:

“He ganado dinero para comprar un mundo más bonito que el nuestro, pero todo lo aviento porque quiero morirme como muere mi pueblo. Yo no quiero saber qué se siente tener millones y millones, si tuviera con qué compraría para mí otros dos corazones para hacerlos vibrar y llenar otra vez sus almas de ilusiones y poderles pagar que me quieran a mí y a todas mis canciones”.


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Paloma Jiménez Gálvez
  • Paloma Jiménez Gálvez
  • [email protected]
  • Estudió la maestría en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana, y es Doctora en Letras Hispánicas. Desarrolló el proyecto de la Casa Museo José Alfredo Jiménez, en Dolores Hidalgo, Guanajuato. Publica su columna un sábado al mes.
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