El origen mitológico de la vía láctea, como un alimento de los dioses, es un reflejo que permanece escrito en la oscuridad de cada noche celeste.
Nuestros ancestros los conocían a la perfección; aún más, nuestros aborígenes primitivos, iletrados y analfabetos, eran sabios en “medicina popular”, reconocían que sólo los más aptos y bien nutridos lograrían sobrevivir a las inclemencias de la naturaleza y de los depredadores; para ello, tenían que amamantar a sus crías durante largo tiempo.
Es cierto, el acto de amamantar requiere de tiempo y cuidado, aún más, cuando la mujer empezó por primera vez a caminar sobre la tierra, ya no fue posible amamantar en 4 “patas” y en movimiento a sus descendientes; ahora el homo sapiens tendrá que alimentar a sus crías de pie o sentada y en reposo; mientras tanto, el hombre -padre, vigilaba a los alrededores y defendía de los depredadores.
Hoy en día, en esencia, las cosas se mantienen igual. La lactancia materna ha vuelto a ocupar un lugar primordial en la especie humana.
Aun con los cambios de la modernidad y progreso, donde la mujer trabaja y se moviliza diariamente.
Cada día las instituciones y empresas crean espacio de lactancia para que la mujer pueda amamantar a sus críos durante la jornada laboral.
Ya casi nadie se ruboriza al ver en la calle a una mujer “dando pecho” a un recién nacido.
A pesar de la llegada del biberón, estos son rellenados con leche materna para alimentar al bebé; o mejor aún, se da la leche materna a cuenta gotas en la boca del niño.
Nada ni nadie ha podido superar, ni siquiera igualar, a la naturaleza de la leche materna.
Protege al neonato de las infecciones, de las alergias, le previene la obesidad y diabetes, promueve su desarrollo cerebral; tiene propiedad anti cáncer y antienvejecimiento; todo eso no proviene de una fábrica sofisticada o de un gran laboratorio lleno de máquinas, todo eso proviene, simplemente, de la grandeza biológica de la Mujer.