Todo gobierno, sin importar su corte, sabe que el contrapeso por definición es la ley. La diferencia entre las vocaciones autoritarias con aquellos de raíz democrática está en la propensión de los autoritarios a cambiar leyes e instituciones para adecuarlas a sus impulsos.
Es imprescindible repetirlo, la reforma judicial no es tal. Es una reforma política que termina por modificar el régimen del Estado mexicano.
La relación del gobierno mexicano con la ley se exhibe en una propuesta del Jefe de Gobierno de la capital: la destrucción del debido proceso.
Pide a jueces relegar el cumplimiento de formalidades no esenciales en la impartición de sentencias. La ambigüedad alcanza para resultar culpable de lo que se acuse. ¿Será esencial respetar los derechos humanos?, ¿todos? ¿La presunción de inocencia? ¿Es formalidad la solidez de averiguaciones cojas a causa de la ineptitud en nuestras fiscalías?
El Poder Judicial debe su legitimidad al espacio que establece los límites en un Estado. A nadie más. De la constitución a tratados y normas menores.
La insistencia de la Presidenta electa sobre la necesidad de convertir a jueces en representantes populares encierra dogmatismo, ignorancia o intención autoritaria. También puede obedecer al convencimiento de una falsedad o a la facilidad para mentir que da el poder. Ninguna posibilidad es excluyente de otras.
Los jueces no representan a la ciudadanía, representan a la ley y a su aplicación. Unos cuantos siglos de tragedias dejaron esa enseñanza. Aplicar la ley demanda una prudente distancia de la ciudadanía para juzgar los actos cometidos por sus individuos.
Declaraciones del Presidente sobre eliminar la necesidad de experiencia en el nombramiento de jueces, derrumbaron el consuelo de quienes aceptan la reforma a cambio de sensatez en los requisitos para aspirantes. Nunca fue ese el problema. La preparación de un juez es irrelevante si su asignación proviene del voto popular. En el mejor de los casos se tendrá un poder coaccionado y quizá algo leído, pero dependiente de un sistema diseñado para dar seguimiento a intereses ajenos a los que corresponden.
El discurso disfrazado de democrático se usa para encumbrar la irresponsabilidad.