En 1970 una editorial especializada en libros de texto publicó una antología de traducciones para uso y venta únicos en secundarias estadunidenses. Su prologuista era un lujo: W. H. Auden. Sólo hasta 2015 su albacea y editor Edward Mendelson recuperó el prólogo en el tomo sexto y final de Prose (1969-1973). De ahí, van cinco lecciones.
1. Le dijeron a Anatole France que la traducción era una cosa imposible. Respondió: “Precisamente, mi amigo; reconocer esa verdad es un preámbulo necesario para tener éxito en el arte”.
2. Como escribió Arthur Waley: “El traductor debe usar las herramientas que mejor sabe manejar. Lo que importa es que a un traductor lo entusiasme la obra que traduce, que lo asedie noche y día la sensación de que debe poner esa obra en su propio lenguaje”.
3. Algo que no se debe hacer. Un traductor de Homero, en un intento de darle al lector “una probada de cómo suena, o incluso todo el sentido del griego original” llegó al extremo de escribir hydropot donde sólo iba: “Bebedor de agua”.
4. Una vez que el traductor ha aprendido con exactitud qué dice su autor, empieza la tarea verdadera: capturar en su propia lengua el tono de voz del autor. Pongamos que está traduciendo a Goethe. La pregunta que debe hacerse y responder es la siguiente: “¿Qué, sin dejar de ser él mismo, habría escrito Goethe, si hubiera pensado y escrito en inglés?”
5. Tomemos esta frase de Virgilio (Eneida I, 402): “Rosea cervice refulsit”. En el siglo XVII John Dryden la tradujo así: “Ella se volvió e hizo que apareciera/ su cuello refulgente”. Aquí, escribe Auden, uno puede decir con certidumbre que Dryden se equivocó. Claro que la palabra inglesa refulgent se deriva en etimología del latín, pero tiene un tono neoclásico que refulsit no pudo tener para los contemporáneos de Virgilio. Para ellos el efecto debió ser más próximo a la traducción del escocés Gavin Douglas (1474-1522): “Su cuello brilló como la rosa de mayo”. El mes (no en Virgilio) precisa cuello, brillo y rosa.