(In memoriam Eduardo Aguilar Soto,
30/10/90-12/08/92)
Este 30 de octubre habría cumplido 33. Casi mi edad cuando él nació. En ese entonces quise ser como el pelícano que según Cornelio Agrippa devuelve con su propia sangre la vida a su cachorro muerto; como el emperador Babur cuando ofreció su muerte al cielo por la vida de su hijo y el cielo dijo: “Cúmplase”. A mí no me hizo caso el cielo.
Sólo obtuve alivio cuando acepté que el hueco estaría dentro de mí mientras viviera; y al anotar: “Y ya nada pierdo; perdí lo mayor”.
Abro un Scribe de esos días: “Veo la foto de un hombre arrodillado, de espaldas a la cámara, en un cementerio de Bosnia. Sobre la pequeña lápida, un nombre y dos fechas: 1990-1992. Me pongo a llorar”. Mismo Scribe: “Oigo en el radio que una niña de un año y seis meses murió asfixiada por los empujones y apreturas en un vagón del Metro Pantitlán. Su madre la llevaba en brazos. La niña acababa de salir del hospital, donde le habían hecho una traqueotomía. Me pongo a llorar”.
Scribe: mi tía Luisa gravemente hospitalizada. “Mi madre dice que ha tenido uno de sus sueños peculiares: había una escalera larga y con mucha luz, mi tía estaba en lo alto, vestida de novia. No podía verle la cara —la cara estaba en un círculo de luz— pero mi madre sabía que era ella. A la mitad de la escalera estaba el novio, vestido de luto”. Yo tomo ahora sólo la luz de esos sueños para poner el escenario en que él vendrá a buscarme; será en la escalera, junto al vitral con motivos vegetales en nuestra vieja casa de 1928. Vendrá, gateando y sonriente como en la foto que ahora veo sobre mi escritorio, a darme la mano y fundirnos en la luz”.
Pero no todavía. No es tiempo de que él vuelva a ser un niño y regrese por su aniñado progenitor. Ha cumplido 33. Se saltó sus dolores, padecimientos, hospitalizaciones. Cumple años y nace de un solo golpe, como Adán, a los 33: pleno, irrepetible. Lo fijo aquí en esa edad; lo fija aquí, ínfima, agitada de pies a cabeza, la llamita de esta nota.