Me pongo de pie para celebrar la llegada de la llamada ley silla, la cual entró en vigor esta semana y obliga a las empresas a proporcionar sillas con respaldo a sus trabajadores durante la jornada laboral. Aunque puede parecer una medida menor, lo cierto es que su impacto puede ser significativo.
Empleos como los de meseros, cajeros, personal de seguridad, trabajadores de tiendas de autoservicio y de hoteles, entre otros, implican permanecer parados por varias horas. En muchos casos, no hay un lugar dónde descansar. Esto puede traer consecuencias serias de salud, como dolor de espalda, molestias en el cuello y en los hombros, problemas circulatorios e insuficiencia venosa.
Lo que resulta increíble es que la solución sea tan sencilla y barata. Me queda claro que hay que esperar los lineamientos específicos que emitirá la Secretaría del Trabajo y verificar si los criterios de inspección se aplican con profesionalismo (no me sorprendería que se detone corrupción para evitar multas). Pero los beneficios para la salud de millones de trabajadores pueden ser importantes, a un costo marginal para las empresas.
En un Congreso que suele aprobar leyes sin sentido (o incluso perjudiciales), y en el que es casi imposible alcanzar consensos con la oposición, la ley silla es una muestra de que se puede trabajar juntos en proyectos de sentido común. Ojalá viéramos más ejemplos como este.
La ley silla se suma a una serie de reformas a favor de los trabajadores durante los gobiernos de Morena. El salario mínimo ha subido más de ciento por ciento en términos reales desde 2018. La contribución patronal para las pensiones está aumentando gradualmente, lo que permitirá jubilaciones más dignas. Las comisiones que cobran las afores se han reducido. Los días de vacaciones se duplicaron. Por si fuera poco, ahora se debate la posible reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales.
Considero que la mayoría de estas medidas son positivas y necesarias (aunque confieso que me preocupa la viabilidad de una semana laboral de 40 horas). Lo que me sorprende es la falta de iniciativas para aumentar la productividad. El costo de las reformas no es menor para las empresas. Sería más fácil absorberlo si estuviera acompañado de una mayor contribución en valor agregado por parte de los trabajadores. Pero no es el caso. La productividad laboral en México es muy baja y no está creciendo al ritmo que se requiere para generar mayor prosperidad.
El caso de la ley silla es distinto. Todo indica que su implementación será poco costosa para las empresas y que, pese a que los trabajadores no recibirán un beneficio económico directo, sí mejorará su salud, lo que puede traducirse en mayor satisfacción y menor ausentismo. En otras palabras, una política laboral de bajo costo y alto impacto.
Otros países han implementado leyes similares con éxito desde hace más de un siglo. Ya era hora de que México se sumara a esta lista.