Hace siglo y medio, el debate era entre civilización y barbarie, desde el Facundo, de Sarmiento hasta los embrollos de Joseph Conrad, ya en el Congo, ya en Sudamérica. Civilizar salvajes. Elevar su naturaleza. Nobles propósitos que compusieron “La carga del hombre blanco,” como dijo Kipling.
En aquel contexto, era cultura lo que creaba el hombre blanco y folclor lo que hacían los otros tonos de café en la piel. Había que cambiar de taxonomía: “cultura” se llaman ahora todas las costumbres: igual decimos “cultura griega” que “cultura empresarial”, y nadie se espanta. Excepto dos sujetos, en los extremos de la ideología gringa. Y por razones divergentes, desde un mismo punto. Uno es el horroroso Samuel Huntington; el otro, el espantoso Terry Eagleton. La derecha sureña y reaccionaria y el marxista latoso. Huntington parece haber acertado en su paranoia del “Choque de civilizaciones” (1993) y, peor, en su repugnante visión de las inmigraciones como enemigas de la civilización (2004).
Ambos coinciden en que las culturas se han vuelto una amenaza contra la civilización, aunque Eagleton es mucho más complejo y profundo. La idea de cultura (2000) y Culture and the Death of God (2014) son libros importantes. Pero también observa que, desde que se volvió industria (cosa que recoge de Theodor Adorno y Max Horkheimer), “la cultura apostó por el poder”. Es decir, dejó de ser la solución —un ámbito superior, que servía como zona de encuentro por encima de las diferencias— para convertirse en parte del problema. Hoy, dice, “la cultura es aquello por lo que la gente está dispuesta a matar”. Y mira con urgencia la necesidad de rescatar la civilización, que “quiere decir industrias, vida urbana, políticas públicas, complejas tecnologías... Significa la vida tal como la conocemos, pero dando a entender que es superior a la barbarie... Cualquier estado de cosas existente implica un juicio de valor, puesto que lógicamente ha de ser una mejora de lo que hubo antes. Exista lo que exista, no sólo está bien, sino que es mucho mejor que lo que había antes”.
Como sea, hay un fracaso en el lapso intermedio, entre Sarmiento, Kipling, Conrad y el lugar donde Eagleton vuelve a encontrar la civilización, como recurso para sobrevivir a las culturas que se volvieron asesinas. En ese periodo se escribió la Paideia (1942) de Werner Jaeger, uno de los libros más importantes en la formación de todo alumno que haya pisado una facultad de humanidades. Es todo lo contrario de Huntington o Eagleton: dice que escribe (“durante el periodo de paz que siguió a la primera Guerra Mundial”) para rescatar la cultura de las garras de una civilización que con industria, política, tecnología, quiso “ser una mejora de lo que hubo antes”. Jaeger quiso recatar la cultura griega de la trituradora civilización nazi. Y reconoce con melancolía que “en este libro, esa fe de un humanista se ha convertido en contemplación histórica”.
La fe del humanista no es otra cosa que el optimismo de la creatura cuando asume la responsabilidad de continuar la creación de Dios en el mundo. No hay humanismo pesimista; pueden ser amargados, satíricos, mordaces, pero los humanistas clásicos comparten esa idea rara de suponerse salvados. Lo ominoso es que aquel optimismo del humanista se haya transformado en “contemplación histórica”. No es el relato, tampoco es la actividad sino la contemplación. Se contempla lo que está hecho y acabado. Parecen dos mortales enemigas: cultura contra civilización. También es famosa la incapacidad de las humanidades para las matemáticas: en esa ecuación, nos pedían despejar la barbarie.