De frente a los tiempos aciagos que vivimos en México, donde la violencia y la impunidad persisten. Donde la vida humana ha sido degradada a un mero concepto abstracto, y el sufrimiento, el dolor y la muerte se pueden encontrar en múltiples formas: linchamientos quemando a supuestos ladrones en Oaxaca; exceso de la fuerza institucional con consecuencias fatales en el Nuevo Laredo, sin pasar por alto las desapariciones forzadas y las ejecuciones contratadas a sicarios a lo largo de todo el país, sin justicia ni castigo en la mayoría de los casos. Pido entonces voltear la mirada a dos formas distintas de ver el morir que me han llamado la atención en tiempos pasados.
La biografía de los seres humanos está marcada por un inicio (nacimiento) y un fin (muerte). Entre estas dos etapas existimos, aprendemos, conocemos, nos relacionamos con la vida social y natural, y hacemos cosas. El famoso proceso de nacer, crecer, reproducirse y morir. Unos con más años de vida que otros y cada quien con su destino inexorable, pero el momento de morir está marcado por nuestra naturaleza finita.
Reyes, emperadores, gobernantes, dictadores. Santos, religiosos y papas. Millonarios y multimillonarios empresarios. Los grandes pensadores, poetas y científicos. Todos los que han existido antes que nosotros y luego muerto, han llegado a esta etapa final. A pesar de los intentos de querer prolongar la vida, aún en contra de este momento final, y peor aún: a pesar de querer revivir (estando un largo tiempo en criogenia o congelación) en el momento en que la ciencia haya avanzado y pueda darse la posibilidad de “resucitar” en otro tiempo y otra era. ¿Ciencia ficción? Tal vez no, posibilidad muy lejana sí.
Pero observar lo contrario no es común: que alguien decida por decreto prohibir la muerte puede ser tema de ficción. Sin embargo, un caso curioso que invito a ver es el de la localidad italiana de Falciano del Massico (existen otras en el mundo como Longyerbien, Noruega; Sellia en Italia; o Itsukushima en Japón) poblado cercano cincuenta kilómetros a Nápoles, en el sur de la península, donde en febrero de 2012 su alcalde Giulio Cesare Fava emitió la orden de no morir a sus gobernados. Esto porque el poblado no tenía cementerio y el más cercano estaba en otra demarcación, lo cual ocasionaba problemas de logística sobre qué hacer con los restos mortales de las personas fallecidas en su pueblo. En aquel momento el alcalde dijo que la orden “había traído felicidad” a su colectividad; pero que “desafortunadamente algunos desobedecieron”.
Prohibir el morir como orden de gobierno. Una inconmensurable cantidad de poder en las manos de un mortal alcalde italiano, que desafortunadamente fue desobedecido. Faltaba más.
José Saramago explora también novelísticamente el tema en su obra “Las intermitencias de la muerte”, donde imagina las inusitadas consecuencias individuales y sociales de no morir: la muerte en huelga (“al día siguiente no murió nadie” inicia la ficción). El destino de los humanos en una vejez eterna, porque el tiempo siguió su marcha. Pero al final de la novela lo único que hace entrar en razón a la segadora de vidas y volver a la acción es el amor ¿Perplejidad, o paradoja?
La muerte en pausa por designio humano o del destino, según estas dos narrativas. Ojalá en nuestro país volvamos a considerar el amor como la fuente suprema dadora de vida y dejemos que la muerte descanse por un rato. Lo necesitamos con urgencia. Lo pedimos con vehemencia.