ESPN y Netflix producen The Last dance, el último baile, un documental sobre el borrascoso e intrincado camino de Michael Jordan y su equipo, los Toros de Chicago, en su intento por conseguir su segundo tricampeonato. Quienes seguimos solo el aspecto deportivo de aquella hazaña, nos entusiasma todavía más la revelación de los entretelones, la conjura de los necios, las luchas palaciegas y la manera en que todo esto marcó al grupo de jugadores que transformó radicalmente la manera en que se jugaba y se levantaban las estructuras de la NBA.
Con la última derrota de los Celtics de Boston comandados por Larry Bird, el retiro de monstruos sagrados de la calaña de Kareem Abdul-Jabbar y el diagnóstico de VIH que terminó con la carrera del Magic Johson, un hombre heredó toda la gloria y templó una nueva leyenda:
Michael Jordan, una bestia competitiva que además de dominar el basquetbol como nadie jamás dominó deporte alguno y transformar las estructuras de esta disciplina hasta convertirla en un fabuloso espectáculo, también se dio tiempo para destruir mi vida. De manera sistemática, el maestro derrumbó a machetazos a todos los ídolos de barro que había forjado en mis horas contemplación basquetbolera. Canasta a canasta, triple a triple, clavada a clavada, rebote a rebote, en ese porfiado esfuerzo por contrariar las leyes de la gravedad, Jordan y sus Bulls de Chicago, acabaron con todos aquellos minotauros que osaron interponerse en su camino.

6 veces fue campeón. 6 veces fue MVP. 6 veces me torturó: la primera por coraje, la segunda por capricho y las subsecuentes por placer. Lo vi exterminar para siempre las esperanzas de gloria de los Lakers de Los Angeles; presencié la manera tan poco piadosa en que se escabechó a unos inermes Blazers; atestigüé cómo humillaba a los chicos de Phoenix en las barbas mismas de Charles Barkley; estuve ahí cuando se ensañó de manera cruel y despiadada con el todavía joven e inexperto Shaquille O' Neal del Magic de Orlando; fui parte de aquella escandalosa madriza que "Air" Jordan le aplicó a los Supersónicos de Seattle que no supieron ni a melón; lloré lágrimas de sangre cuando el miserable se las dejó caer dos años consecutivos al Jazz de Utah mientras conseguía lo inimaginable: traumatizar para siempre a ese dúo dinámico formado por Stockton y el Carl Malone.
Eso sin contar las veces en que sus precisos tiros de último segundo precedidos de un alucinante contubernio de amagues y genuflexiones, fulminaron a mis bien amados Knicks de Nueva York, aún en los mejores tiempos de otro héroe épico: Patrick Ewing.
Esto y más es lo que se ve en Last dance a la manera de un grandilocuente panegírico alrededor del gran héroe del jersey 23, pero hay también una mirada puntual sobre el arduo camino para alcanzar la verdadera gloria. 7 años le tomó a Jordan y a los Bulls superar en las finales a su némesis más brava, los bad boys de la NBA, Pistones de Detroit, comandados por Isah Thomas y otra leyenda que acabaría jugando junto a Jordan, Dennis Rodman, rey de los rebotes, amo y señor del tablero, excéntrico entre excéntricos.

Todo resumido en un viejo comercial publicitario de su marca patrocinadora, Nike, Michael Jordan, deja su testimonio: Cabizbajo, cruza una puerta del estadio en cámara lenta, mientras dice: he fallado cientos de tiros decisivos, he cometido demasiados errores, me han hecho docenas de tapones. Es eso y no los triunfos, lo que me han hecho ser un ganador.
Jordan, arruinaste mi vida, pero nunca te olvidaré. Tu retratito con el número 23, lo traigo en mi cartera.
Jordan es el Elvis Presley del basquet bol –el King-, cuyas destrezas sobrehumanas lo convierten en el atleta que más ha dominado deporte alguno sobre la faz de la tierra. Sus habilidades y talentos para las materias del baloncesto no sólo transformaron esta disciplina, sino que la revolucionaron a niveles insospechados y, curiosamente, contagiaron a otros gimnasias del cuerpo. Era el mesías de la profecía esperada, que con los vigores de su fibrosa musculatura consiguió inyectarle al basquetbol nuevas y eléctricas espectacularidades. Cuando parecía que la NBA había alcanzado sus máximas posibilidades con Irving Magic Johnson y Larry Bird en términos de capacidad para generar shows imposibles, llegó el comandante Jordan y manó a parar. El espigado delantero de la Universidad de Carolina del Norte que había sido despreciado hasta los últimos lugares del draft, pocos años después algunos años de acoplamiento en los Chicago Bulls, sufre una de las más dramáticas metamorfosis que se recuerden para convertirse en una criatura ávida, voraz, aerodinámica y atrabiliaria que impondría su ley en todas los terrenos del deporte profesional.

Cualquiera dirá que Jordan estaba solo, que no podía estarlo en un deporte de conjunto donde cada elemento es esencial. Y de hecho no se podrían explicar los triunfos de los Toros sin la presencia de otros personajes que tienen su propio espacio en Last dance, tanto en su parte gloriosa como en su parte controvertida: Scottie Pippen (el eterno compañero de Jordan, un titán que en la parte final fue ninguneado por la gerencia de Jerry Kraus que es el villano que quiso acabar antes de tiempo con la dinastía de Michael), John Paxon (el hombre que le enseñó a Jordan que podía delegar en los momentos cruciales, sobre todo cuando dos años consecutivo embocó las canastas del triunfo), Steve Kerr (grandioso movedor de bola que sudaba como pocos en la cancha y que ahora es el exitosísimo técnico de los Golden State), Dennis Rodman (la estrella más controvertida y desmesurada de la NBA, provisto de un carácter rijoso y locochón, que gracias a los buenos oficios de Jordan pudo explotar sus extraordinarias capacidades en la pintura y mucho más allá, que en este documental termina por abandonar su imagen extraterrestre y se humaniza) y Phil Jackson (el viejo jugador de los Nicks convertido en coach de los Bulls que gracias a su filosofía zen y sus fervores en las comunidades originarias, pudo gestionar un vestuario colmado de estrellas con sensibilidad e inteligencia).
Jordan se baja del pedestal y se abre de capa. Lo vemos llorar ante los reveses de la vida, gozar ñeramente con los triunfos y mostrar todas sus imperfecciones como persona.
No quería dejar el legado impoluto y artificialmente perfecto del gran héroe. El éxito y el triunfo tienen un costo muy alto que Michael tuvo que pagar.