
Los muertos se aparecen. Caminando distraídos por la calle, de golpe creemos distinguir su figura, a lo lejos, entre la gente. En casa, cuando oímos unos pasos o una llave hurgando en la cerradura, levantamos la cabeza creyendo que regresan. Mientras dormimos, se pasean por nuestros sueños, donde la muerte no tiene dominio. Olvidado en un cajón o entre las páginas de un libro, encontramos sin esperarlo un papel escrito por su mano, que nos habla atravesando largas distancias de silencio. Durante un instante, los sentimos cerca y otra vez nos los arrancan.
Entre los antiguos romanos existía un género literario especial, las consolaciones, para ser leídas en el tiempo del duelo. Séneca escribió dos consolaciones muy íntimas, en primera persona. Esos textos trazan un mapa del dolor, donde todos nos reconocemos; pero del fondo de la pena, emerge un pensamiento limpio de angustia: morir es muy distinto de no haber vivido. Los muertos no desaparecen del mundo, impregnan el futuro a través de la gente en la que influyeron mientras estaban vivos. Lo más conmovedor es que Séneca no está hablando de los emperadores enterrados en mausoleos de mármol, sino de aquellos que dejaron huella en su pequeño entorno. Porque lo que somos y seremos se debe en gran parte a personas que llevaron vidas escondidas y descansan en tumbas que ningún turista va a visitar.