
Nuestra democracia está perseguida desde sus comienzos por el fantasma del desencanto. Sufre desgaste por las enormes expectativas que despertó y no ha cumplido del todo. Contemplada de cerca y a corto plazo, parece una lucha tumultuosa de egoísmos insatisfechos e intereses económicos siempre ávidos. Pero, desde una perspectiva histórica más amplia, brilla la valentía de sus aspiraciones.
En la antigua Grecia, la democracia se construyó sobre cimientos nuevos: la colaboración en la vida pública y la libertad en la privada. El ateniense Pericles, partidario de la extensión de los derechos a todos los ciudadanos, era consciente de la originalidad de ese ideal: “Tenemos un sistema político que no imita las leyes de otros, sino que servimos de modelo”. En un discurso, Pericles formuló por primera vez el deseo de vivir en una comunidad donde nadie sea despreciado ni perseguido: “En el trato cotidiano, no nos enfadamos con el prójimo si hace su gusto, ni ponemos mala cara, lo que no es un castigo, pero sí es penoso de ver”. La democracia ateniense fue un colosal esfuerzo y un gran fracaso, porque excluyó a los esclavos, los extranjeros y las mujeres, es decir, a la mayoría de la población. Pero, a pesar de sus ideales fallidos, aún nos sentimos herederos de aquella tentativa ateniense de corregir la desigualdad social mediante la igualdad política.