
Las palabras tienen su historia, cambian de significado a medida que las personas cambiamos de idea. Por eso, la evolución de algunos conceptos nos retrata como sociedad. Pienso en un término muy común: beneficio. En latín significaba “hacer bien las cosas”, ese peculiar orgullo de los oficios manuales de antaño. El esfuerzo del herrero, alfarero o carpintero por conseguir el mejor resultado en cada pieza, sin afán de ganar dinero, competir, destacar o siquiera vender más. Simplemente por placer, por amor al buen trabajo. Me fascina desde niña observar a los artesanos hábiles: los gestos precisos, el ritmo exacto de las manos, el silencio absorto. A ese esmero aludía el antiguo beneficio, que también significaba “protección”. Porque las cosas bien hechas cuidan de nosotros.
Con el paso de los siglos, la palabra “beneficio” empezó a expresar algo distinto: el margen de ganancias, la rentabilidad de las inversiones, la diferencia (ventajosa) entre lo que cuesta producir algo y el precio de venta. Así, algunas personas sin escrúpulos lo han transformado justo en lo contrario, en un incentivo para lucrarse haciendo mal las cosas: viviendas con materiales endebles, combustibles que contaminan, prótesis peligrosas para la salud, alimentos con sustancias adictivas. Ahí acecha el peligro: la sed de beneficios puede convertirse en maleficio.