La fórmula enajenante asocia a las mujeres cuidadoras -otra clave política- el descuido para lograr el cuido: el uso del tiempo principal de las mujeres, energías, bienes y recursos, cuyos destinatarios son los otros...
…El que se encierra entre cuatro paredes acaba por perder la facultad de asociar las ideas y las palabras…
(Viaje al centro de la tierra, Julio Verne)
La decisión, dejar de ser de otros para ser de ella misma.
El próximo 20 de octubre ella cumplirá 77 años ¡sí, 77 años!, en su orgullosa confesión se asoma la primera de muchas sonrisas que enmarcaran nuestra entrevista. Al escucharle mi mente me remite a las prisas infantiles o adolescentes enmarcadas en la ansiedad por crecer, ser grandes, ‘tengo cinco años…pero en unos meses tendré seis”. Ella también tiene prisa pero a la inversa, desafiar al tiempo hasta poder ver a su único hijo ‘ser muy feliz’, no tiene la certeza de cuánto pueda significar semejante deseo. Hoy Andrea tiene 75 años, su hijo rebasa los 45, con él y sus dos nietos aún pequeños, todos incluidos en el anhelo que la mantiene con propósito de vida.
Mi cita con Andrea se realiza en el albergue para adultos mayores, lugar al que ella solicitó ingreso hace cuatros años. La forma en que decidió cambiar de domicilio, aquél espacio propio que compartía con su hijo al que ahora habita entre espacios y reglas compartidas, la describe de cuerpo completo. Una mujer determinada y con una historia de vida que sigue teniendo capítulos intensos “…Soy una mujer divorciada, durante mi vida tuve que trabajar mucho para cubrir los ingresos necesarios para mi hijo y para mí…Sé que muchas mujeres viven o han vivido estas circunstancias (…) es cansado ¡muy cansado! (…) Llegó un momento en que ya no quise cocinar, ni lavar, no arreglar nada relacionado con la casa ¡ya era suficiente! (...) Cercana a mis 70 años empecé, sin decir nada a nadie, a buscar alternativas ¿a dónde irme?, ¿qué hacer? (…) Mi hijo ya no me necesitaba y yo quería descansar (…) Comencé a enseñarle a cocinar, hacerse cargo de él…No creyó que algún día lo necesitaría, pero yo ya tenía previsto que no podía estar haciéndome siempre cargo de él (…).
Andrea ingresó al albergue con esa y otras claridades, su espacio, su reposo, su necesaria libertad y la certeza de tener cercanos una serie de cuidados. No cuidar más de nada ni de nadie, ahora le corresponde hacerse cargo de ella, e incluso que otras personas participen de su cuidado. La antropóloga y feminista mexicana Marcela Lagarde sintetiza de manera extraordinaria lo que Andrea nombra en las múltiples tareas desarrolladas a lo largo de su vida y la imperante necesidad de un respiro vital en esta etapa adulta “(…) la fórmula enajenante asocia a las mujeres cuidadoras otra clave política el descuido para lograr el cuido. Es decir, el uso del tiempo principal de las mujeres, de sus mejores energías vitales, sean afectivas, eróticas, intelectuales o espirituales, y la inversión de sus bienes y recursos, cuyos principales destinatarios son los otros (…). Las mujeres cuidadoras que describe Lagarde entre la obligación y la satisfacción. Tareas de cuidados múltiples que nos remiten a la vigente reflexión de las ausencias masculinas, en plural.
Con motivo de la pandemia Andrea debió regresar a casa con su hijo un año y tres meses, una vez le fue autorizado el regreso al albergue lo hizo. En su nueva comunidad elegida es una mujer que se siente respetada, querida e incluida. La elocuencia con la que transmite esta experiencia abona a la ruptura de manera significativa de todas aquellas ideas en el imaginario social en torno a lo que puede significar vivir en un albergue de ancianos. Ella eligió este lugar para ejercer nuevas libertades.

¿Quién va saber que camino sola?
Originaria del municipio de Guanajuato, su padre un ingeniero topógrafo que viajaba todo el tiempo, según recuerda, Andrea conoció la orfandad en su primera infancia con la muerte repentina de su madre y como solía y suele ocurrir en las familias ante la ausencia de la madre otras mujeres (y no así hombres) asumen del cuidado de los hijos propios y de otras (...) nos repartieron como si fuéramos chilitos, así crecimos (...). En el caso de Andrea fue la tía materna, una psicóloga que recuerda brillante, fue quien se hizo cargo de ella y eventualmente de tres hermanos más, antes al cuidado de la abuela, insisto ¡mujeres cuidadoras! Será la tía quien determine muchas de las elecciones de vida de Andrea, por ejemplo, el elegir estudiar el programa de arquitectura en la Universidad de Guanajuato. (…) Esa cosa de no tener una raíz, un hogar en donde crecer, te obliga a tener otra actitud en la vida (…) A que tienes que salir adelante, que tienes que saber quién eres tú, qué puedes hacer (…).Una arquitecta con un espíritu de Maestra (…) yo debí ser Maestra, me encanta enseñar a otros y cada vez que puedo hasta la fecha lo hago desde bailes de quince años hasta materias en aulas de universitarias (…).
Todos los hermanos y hermanas, incluida Andrea, fueron universitarios. Actualmente todos están vivos habitan en distintos lugares y se saben formados por una tía que no habiendo tenido hijos biológicos decidió “hacerles pie de casa” para que crecieran como familia. En México, y seguramente en otras regiones, muchas historias familiares se explican desde este concepto amplio de familias, en un plural obligado que debe reconocer la participación de otras mujeres, y en menor número de casos de hombres, que participan de la crianza de hijos e hijas de otras mujeres que han debido estar ausentes por diversas razones.
Esa búsqueda de respuestas existenciales van a encontrar una aliada en una tía que seguramente visualizó el ímpetu de una adolescente: Andrea. A los 16 años le permitirá viajar por primera vez sola al municipio de León (…) ir a otro lugar así fuera a un municipio cercano ¡era cosa del otro mundo! me subí al camión feliz ¿quién iba a saber que yo iba sola?, mucha gente viaja sola y pasa inadvertida. Esa sola idea me dio seguridad y comencé a notar mi afán por probarme a mí misma que tantas cosas podría hacer yo sola, por mí ¿y si yo viviera sola, qué haría? La mente de Andrea volaba entre esas posibilidades, le seducía la idea de la soledad, la exploración personal y el mundo de posibilidades que pudieran derivar.
Era entonces el contexto de la década de los sesenta, un entorno de jóvenes cuestionando en el mundo seguramente no le era ajeno a nadie. Escenarios de exigencia, demanda y apertura de libertades políticas, religiosas, sexuales, y por supuesto, la irrupción de un numeroso contingente de mujeres apropiándose de las calles de las principales ciudades para cuestionar al mundo, y a sí mismas, otros destinos posibles distintos a los de las abuelas y a los de sus madres. En medio de ese bullicio cultura e intelectual y de múltiples pensamientos críticos Andrea buscaba en sus soliloquios algunas respuestas unas más posibles que otras. Entonces no entraba la idea del matrimonio, hasta que éste ocurrió.
Una mujer grande
¡Me casé grande, ya tenía 28 años y no tenía la consciencia de que de verdad estaba grande! “…En esa época era considerada una mujer grande según recuerda Andrea. Otro de los mandatos por su condición del ser mujer que impone la sociedad, al que intentó resistir hasta que ya no le fue posible. Esta no será una de sus etapas más plenas, reconoce muchas lagunas de memoria y de los pocos recuerdos que destaca son aquellos donde imperaban los silencios y posteriormente las respuestas violentas (…) Nos conocimos en un despacho donde yo trabajaba (…) debo decir que no me casé muy enamorada, el amor bonito lo conocía en mi primera adolescencia (…) Tuve 5 novios en esa búsqueda ¡5 novios! Pero nada fue igual, así que cuando me case tampoco fue como aquella primera vez un noviazgo a mis 15 años…”
Cuando llegamos a este punto de nuestra conversación Andrea comienza a hablarme con la nostalgia que indican, el movimiento intenso de una manos marcadas por la edad, un par de ojos húmedos y una mirada hacia un infinito que hasta hace unos minutos le era íntimo, ahora es de ambas.