Toda categorización es injusta, o por lo menos arbitraria.
Constreñir la individualidad en alguna categoría predeterminada siempre necesitará de una tabla rasa.
De un mitológico lecho de Procusto, donde el tamaño de todo hombre, así sea mutilando o descoyuntando su cuerpo, debe quedar del mismo tamaño de cierta cama.
Esto son las clasificaciones generacionales. Etiquetas que sobreestiman la edad coincidente al tiempo que ignoran las diferencias para entregar la ilusión de que existen grupos homogéneos susceptibles de ser comprendidos por rangos de edad.
Dicho de otra forma: Los millenials auténticos y los chavorrucos puros no existen.
Son targets útiles, categorías “gruesas” detectadas desde las investigaciones de mercado, audiencias estructuradas para un buen alcance publicitario, y hasta etiquetas humorísticas para aproximarse al espíritu de los tiempos.
Pero no son colectivos reales que sirvan para plantear una metodología científica, tampoco son objetos sociales concretos y sustanciales para sostenerse por sí mismos como categorías demográficas, históricas, o antropológicas.
Lo mismo pasa con cualquier tribu, secta política, y etiqueta urbana.
Chairos, mirreyes, hipsters, nerds, metrosexuales, y Godínez.
Nombres creados para conceder rostro humano a una serie de ocurrencias panfletarias más que ideologías concretas, de preferencias de consumo más que rasgos de carácter, y de discursos exteriores más que certidumbres interiores.
Pero así somos. Siempre dispuestos a subordinar nuestra individualidad para integrarnos socialmente.
Preocupados por entender el mundo mediante historias simples con personajes ya etiquetados.
Ansiosos por pertenecer a una sociedad donde igual que un infinito juego de espejos todos están ansiosos por pertenecer.