El domingo pasado, mientras el filme francés ‘Emilia Pérez’ tenía uno de los peores fracasos en la entrega del premio Óscar, la televisión mexicana escenificaba olas, ruedas y vítores por parte de los conductores nacionales que cubrían la premiación ante la derrota del filme en casi todas las categorías a las que fue nominada.
Cierto, el director Jacques Audiard y equipo -en el que está incluida la actriz principal- hicieron todo lo posible para causar la animadversión de la audiencia. Menosprecio del idioma, soberbia, discriminación de talento nacional y desdén hacia otros directores fueron sólo algunos de los errores que lograron crear el potaje perfecto de gozo ante la caída.
Sin embargo, la crítica comenzó a partir de la trama: el narcotráfico en México y la crisis de violencia y desaparecidos que existe en el país.
Más allá del tratamiento y la polémica, ‘Emilia Pérez’ recuerda que esta es una nación violentada y bajo control del crimen organizado, que los narcotraficantes pueden hacer de su vida -para el caso, con la de todos- lo que se les pegue la gana, que sus conexiones con la clase política son constantes y casi permanentes y que la justicia hacia ellos no existe a menos que se cuente como un acto justo las ejecuciones entre ellos.
La reacción y virulento rechazo parecía un acto creado desde el Síndrome de Estocolmo que vivimos de manera constante. Sí, hay narcos pero son nuestros narcos, sólo nosotros podemos juzgarlos.
Posición con la que Donald Trump no está de acuerdo.
Ayer se cumplió una década desde que Trump lanzó un tweet en contra de un mexicano que lo estafó. La respuesta en redes a dicha denuncia y la negativa que el certamen Miss Universo regresara territorio mexicano fue -en ese entonces- violenta, voraz en contra que quien, en 2015, organizaba certámenes de belleza y pensaba poco en convertirse en presidente.
La xenofobia de Trump -repudiable- se combina con una percepción que la realidad corrobora: México tiene un sector de la población que vive de la corrupción, el trinquete y la tranza que es, a su vez, solapado por autoridades omisas, mediocres o cómplices del fenómeno.
Lo mismo sucede con el narcotráfico. Cuando en su mensaje hacia el congreso del martes pasado Trump habló de cómo México -“el territorio al sur de la frontera”, adjetivó- estaba controlado casi en su totalidad por los carteles de la droga, no exagero.
Si damos una vuelta por Teocaltiche, Villa Hidalgo, Apatzingán, Lázaro Cárdenas, Matamoros, Caborca, Culiacán, Tijuana, Juárez, Cancún, Valle de Bravo, Villahermosa o Tepito -para nombrar sólo algunos ejemplos- veremos que el diagnóstico es cercano a la cotidianeidad que experimentan ciudadanos que preferirían acciones que mítines en solidaridad que una mediocre estrategia de seguridad que sólo han magnificado el problema.
Porque, seamos honestos, el mitin del domingo no es nada más un acto de solidaridad con Claudia Sheinbaum, es a su vez un distractor del verdadero problema que nos tiene, hoy, en la situación de gravedad económica: el no combate a los que realmente han tomado la soberanía en su beneficio y controlan carreteras, avenidas, comercios y certidumbre.
Trump es un pillo que busca su beneficio a partir de la corrupción enquistada en donde quiere pegar.
Pero el golpe duele más si se da en una zona llena de tumores como lo es hoy nuestro país.