Gil pregunta: ¿han leído ustedes a Gospodínov y su libro Física de la tristeza (Fulgencio Pimentel, 2018, España)? Si no lo han hecho, no pierdan tiempo, este escritor búlgaro puede ser una de las prosas más notables de nuestros tiempos. Gil arroja a esta página del fondo algunas rebanadas de su novela
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El cuaderno con instrucciones, 1980.
Solo ahora me doy cuenta de lo exacta que era aquella descripción. La calle sigue ahí, los árboles siguen ahí, ahí está también el cerezo, solo nosotros estamos muertos. No queda nada de mí, el viejo salvador del mundo. De modo que hubo alguien, al fin y al cabo, que lanzó la bomba de neutrones. La ausencia de mi abuela, de mi abuelo, de mi padre, de mi madre y de aquel chico del que me es difícil hablar en primera persona, no hace más que corroborarlo.
Nadie ha inventado todavía una máscara antigás y un refugio antiaéreo contra el tiempo.
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Recuerdos de mudanzas.
La conozco desde niño debido a nuestras frecuentes mudanzas de un piso a otro, aquella peculiar sensación de cuando se ha extraído a los objetos de su uso cotidiano, la silla ha dejado de ser silla, la mesa ya no es mesa, la cama está desmontada. La cómoda consiste solo en cajones y tablas de madera. Los libros están dentro de sacos blancos de nailon sacados de alguna parte en los que se lee “sal marina cristalizada”, como si fuesen peces a los que hubiera que poner en salazón. Me pregunto si después, cuando los lea, tendrán sabor amargo.
Estás en medio de todo ese caos, sin hacer nada, no sabes dónde meterte, los mayores tampoco lo saben, están nerviosos, esperan el camión de la mudanza y fuman.
Luego se carga todo y vosotros seguís dando vueltas por ahí, no queréis cerrar la puerta, tu madre revisa por vigésima vez si se ha olvidado de algo, tu padre se pierde por el jardín para regar los dos cerezos y el rosal silvestre porque vete tú a saber si el nuevo inquilino cuidará de ellos. Yo abrazo a uno de los gatos, el otro se ha escondido en algún sitio.
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Despedida.
Casa nueva.
Nuevas despedidas.
Mudanzas de estudiante.
Mudanza tras el divorcio.
Traslado a otros países.
Retorno.
Casa nueva.
La vida entera puede narrarse como un catálogo de mudanzas.
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El comprador de historias.
Antes me embebía en los otros, ahora me veo obligado a comprar. Podría presentarme también así: soy el hombre que compra el pasado. Un comerciante de historias. Los demás comercian con té, cilantro, acciones, relojes de oro, tierra... Yo voy por ahí comprando pasado al por mayor.
Llámenme como quieran, búsquenme un nombre. Si los que poseen tierras son terratenientes, yo soy tiempoteniente, teniente del tiempo ajeno, poseedor de historias ajenas y del pasado ajeno. Soy un comprador honrado, nunca trato de regatear el precio. Compro solamente el pasado privado, el pasado de personas concretas. Una vez intentaron venderme el pasado de todo un país. Lo rechacé.
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Compro todo tipo de historias: de abandonos, de mujeres infieles, de la infancia, de viajes y pérdidas, de tristezas y redenciones repentinas. Compro también historias felices, aunque los vendedores escasean. Desde la primera palabra puedo distinguir la mercancía fresca de la podrida, la verdadera de la que se inventan los embaucadores que solo pretenden ganar un dinero extra.
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La mayoría de la gente vende sus historias por una miseria, algunos incluso se sorprenden de que les ofrezca dinero por algo que no vale nada. Otros se ponen contentos por tener a alguien a quien pasarle el bulto con el que habían cargado hasta ese momento ellos solos.
Mi aspecto era el de alguien que trata de abandonar su propio abandono detrás de alguna esquina. Alguien que busca un lugar remoto y desconocido donde soltar los gatos de sus tristezas para que nunca encuentren el camino de vuelta.
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Corro a apuntarlo todo, a recogerlo en mi cuaderno como se corre a encerrar los corderos antes de que se desate la tormenta. Pierdo cada vez más rápido la memoria de nombres y de caras. Esa podría ser una explicación. Esa fue la enfermedad de mi padre al final de su vida. Alguien venía con una goma y lo borraba todo, empezando por el final. Primero se te olvida lo que pasó ayer, por último se va lo escondido en los lugares más remotos. En ese sentido, uno siempre muere en la infancia.
Frase rara: Los gatos de las tristezas.
Gil s’en va