La paridad de género en la representación política no solo es deseable. Es, constitucionalmente obligatoria. Incluso, es, moralmente impostergable. El problema aparece cuando una medida afirmativa deja de buscar el equilibrio para convertirse en instrumento de exclusión arbitraria. Así lo advierte con claridad la jurisprudencia 11/2018 del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que sostiene que las acciones afirmativas deben ‘corregir desigualdades’, ojo, ‘sin crear nuevas formas de discriminación’.
Lo aprobado recientemente por el Instituto Electoral y de Participación Ciudadana de Jalisco merece celebrarse por su intención, pero debe preocuparnos por el método. Obligar a que, en municipios como Guadalajara y Zapopan, los partidos políticos solo postulen a mujeres para la presidencia municipal, constituye una medida sin precedente en el derecho electoral mexicano. Una medida cuyo alcance plantea una duda medular. ¿Se corrige aquí una desigualdad estructural o se impone una nueva forma de restricción?
La pregunta no es retórica. Desde la óptica de la teoría liberal democrática, se sostiene que una política correctiva solo es legítima, si es proporcional al desequilibrio que busca corregir. Si la acción afirmativa, como la aprobada por el IEPC Jalisco, desplaza derechos fundamentales de otros grupos —como el de ser votado— y lo hace sin justificación racional suficiente, entonces no repara, sino que reproduce el problema. En otras palabras, anula el principio de ‘trato igualitario bajo la ley’, en nombre de una causa justa, pero con medios excesivos y discriminatorios.
Reflexionar sobre el riesgo de ‘discriminación inversa’, nos obliga a entrar en una tensión profunda, casi irresoluble, entre igualdad formal y sustantiva. La primera protege el acceso simétrico a derechos y oportunidades. La segunda exige ir más allá del acceso y reparar, con medidas concretas, los rezagos históricos de ciertos grupos en desventaja. Ambas coexisten en el diseño normativo moderno, pero a menudo colisionan cuando se aplican sin suficiente cuidado o argumentación.
Lo que propone el IEPC Jalisco no es una cuota, ni una fórmula de alternancia, ni una regla de ajuste proporcional. Es una prohibición, completa, para los hombres. Por eso mismo, la medida se acerca más a un veto, que a una acción afirmativa. De ahí que distintas voces hayan encendido alertas, no para descalificar la paridad, sino para preservar su legitimidad.
Por ejemplo, la politóloga Flavia Freidenberg ha dicho con precisión que las medidas de paridad deben orientarse a “garantizar la competitividad de las mujeres, no a restringir la participación de los varones”. Desde un enfoque institucionalista, Cecilia Güemes advierte que los efectos de una restricción total deben medirse con cuidado, porque “el exceso en la corrección puede generar antipatía social hacia la causa que se busca defender”. Y Mariana Caminotti, desde Argentina, propone que las acciones afirmativas deben siempre ampliar derechos, ¡no restringirlos!
Estas advertencias deberían importar para quienes deciden en el IEPC Jalisco. La legitimidad de la paridad no se gana por decreto, sino por consenso democrático. Y ese consenso no se construye cuando se prohíbe competir, se limita el acceso o se clausura, por anticipado, la pluralidad de opciones. Si la historia ha sido injusta con las mujeres —y lo ha sido mucho— no se corrige negando a otros el derecho de participar, sino removiendo las barreras reales que impiden su presencia sustantiva en el poder.
Reflexionar sobre el riesgo de ‘discriminación inversa’, requiere entrar en la tensión teórica y jurídica entre igualdad sustantiva (equidad de resultados), e igualdad formal (trato igual ante la ley), dos principios que coexisten —y a veces colisionan— en el diseño de políticas afirmativas. Ciertos municipios nunca han sido gobernados por una mujer. Eso es, sin duda, un déficit democrático. Pero corregirlo no debe pasar por convertir la exclusión del pasado, en una exclusión del presente. La verdadera ‘paridad’, no es una suma de candidaturas, sino un cambio estructural en las condiciones de acceso, representación y ejercicio del poder. Y ese cambio no puede lograrse suprimiendo derechos, sino garantizándolos para todas y todos.