Creo en la prudencia que propone serle fiel a uno mismo. En la perseverancia que vence al destino, una reiteración del hacer. En la bondad, esa inteligencia superior que comprende. Creo en lo impersonal de la persona como lo único sagrado que existe en ella. En el espíritu, conciencia sutil que se encuentra precisamente aquí, entre las voces de las cosas que nos rodean. En el divino no, valiente sacrificio que practicaba aquel poeta cada noche de año nuevo quemando una brillante página recién escrita. Creo en la desagregación, levedad que se consigue soltando el lastre del prejuicio, abandonando las ideas recibidas, calcinando el rencor. Creo en las técnicas del desprecio, solitaria heroicidad contra las fuerzas que nos quieren convertir en imbéciles. Creo en el lenguaje, elusivo don que hace lo humano y lo deshace. En la cortesía, maestra de lo esencial. En la serenidad, irónica conservación de la energía. En la risa, antídoto y remedio contra los males. Creo en aquella lección que he vuelto mía: no pasa nada, no somos de aquí, nos vamos mañana. En la demostración, criterio único y sostén de la verdad. En que al no haber hechos sino interpretaciones debe darse un paso lateral. Creo que la muerte es el último aprendizaje de los vivos. Que la atención es la forma más pura de la generosidad. Que el yo representa una hipótesis inútil y en él está la cárcel de la libertad. Que la palabra plegaria viene de precaria cuando evocar es un complemento del invocar. Que la barbarie se origina en una separación entre ellos y nosotros, mente y naturaleza, tú y yo. Creo que la política es un triste epifenómeno de lo inevitable. Que como todos contengo multitudes, copiando a quien lo dijo alguna vez. Que la inteligencia es una red de relaciones ante el misterio. Que todo credo es una manera cifrada de no creer en nada, salvo en su enunciación.
Creo que al irse siempre hay que decir adiós.
Fernando Solana Olivares