Un mensaje dirigido a las generaciones futuras fue colocado hace unos días por expertos de la UNAM en el costado poniente del Iztaccíhuatl a 4 mil 600 metros sobre el nivel del mar declarando la extinción del glaciar Ayoloco: “Esta placa es para dejar constancia de que sabíamos lo que estaba sucediendo y lo que era necesario hacer. Sólo ustedes sabrán si lo hicimos”, informa el concluyente epitafio.
“Sabíamos”, ese pretérito imperfecto del indicativo del verbo llena de dramatismo la inscripción. No alcanza a ser trágica porque dicha condición se entiende como el paso repentino de la felicidad a la infelicidad. Es algo que sucede de pronto, más allá de la conciencia y de la voluntad. En la muerte del glaciar no contó lo inesperado, sino un nihilismo avasallante que causa la propia destrucción. La lápida no es entonces el registro de lo fatídico sino de algo peor.
Mientras la casa se quema, el calor calcina, la sequía devora o el exceso de agua ahoga, los seres humanos seguimos obedientemente el fáustico libreto de nuestra propia destrucción. Alaska se deshiela, las nieves eternas del Tíbet pierden volumen, los glaciares se evaporan. Y las lluvias, bendición de los dioses, en estos días yermos han dejado de caer.
Sin biotopo no hay habitabilidad. No existiría este texto, no habría un generoso lector que lo leyera. Menos aún la metáfora poética hipnotizada por el incendio antes que por la salvación. Y sin embargo este tema del cual dependen todos los temas no es tema de interés público o seguridad nacional. Tampoco preocupación electoral o promesa demagógica. Ni la clase política ni los opinadores ni las conciencias que orientan a la nación ni los que custodian su democracia ni los inquisidores lo mencionan. Y si lo hacen es para culpar de ello a la autoridad.
Aquí existió. Pero fuimos omisos. El desastre nos abrasó.
Fernando Solana Olivares