Para Carlos Payán, in memoriam
Nunca jugué ajedrez con Luis Ignacio Helguera, a pesar de que varias veces nos prometimos hacerlo. Sin duda me habría vencido inmisericordemente. Lo supe de nuevo al releer su espléndido libro de divulgación El ajedrez (Conaculta, 2001), donde cuenta la fascinante historia y explica la estructura de este juego ciencia regalo de los dioses.
Luis Ignacio, como muchos otros ajedrecistas, aprendió a jugarlo desde niño con su padre. Luego lo estudió formalmente con un maestro “modesto y riguroso”, Enrique Palos Báez. Él mismo lo enseñó después, participó en cuanto torneo pudo y fue, según su definición, un mal amante y a la vez un fiel enamorado del ajedrez, al que entendía como “la manera más civilizada de hacerle la vida imposible al prójimo”, una forma superior de la amistad.
El origen del ajedrez es nebuloso. Helguera menciona la leyenda del sabio Sisa, inventor del ajedrez para enseñarle al joven y soberbio rey la necesidad que tiene de sus súbditos. El encanto que el juego produce en el monarca lo lleva a otro acto de soberbia: concede a Sisa la recompensa que éste quiera. El sabio brahmán pide trigo en proporción numérica: un grano por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, y así sucesivamente hasta llegar a la casilla sesenta y cuatro. Al hacer los cálculos de la petición concedida los tesoreros le informan al rey que en el reino no hay suficiente trigo para cumplirla.
La lección del sabio Sisa es doble: a través del valor y la acción de las piezas, ámbito de lo humano, y en la dimensión del tablero, símbolo del mundo. Puede entenderse entonces que dicho origen épico e impreciso apunta a la naturaleza profundamente compleja del ajedrez, un juego donde el azar no interviene. Otros orígenes se le atribuyen según Jacobo de Cessolis, el cual en el siglo doce afirmaría que el noble juego fue inventado para enmendar las costumbres del rey Elvimerodac, evitarle así la ociosidad y mostrarle una multitud de sutiles razones.
Su condición de objeto de conocimiento representa una dimensión psíquica y simbólica. El vínculo entre el aprendizaje del ajedrez, el padre y la infancia —aprenderlo entonces es la única manera orgánica de comprenderlo— parece una constante entre aquellos que sufren el influjo de la posesión ajedrecística.
Existen particularidades: el excéntrico genio estadunidense Bobby Fischer, campeón mundial frente al soviético Spassky en 1972 durante una transmisión televisiva de interés mundial hecha parte de la Guerra Fría, quien recibió a los seis años las primeras lecciones de ajedrez provenientes de su hermana de doce. Su cultura consistía en la lectura de libros de ajedrez y la revista Mad. Otros, como el ruso de origen aristocrático Alexander Alekhine, encontrado muerto en un modesto cuarto de hotel portugués con el abrigo puesto y delante de un tablero lleno de piezas (tablero y piezas eternos, los llama Helguera).
Alekhine fue descrito como “el sádico del ajedrez” debido a su estilo de juego altamente agresivo que el autor de este canto al misterioso arte de la batalla entre dos así explica: activación veloz de todas las piezas, movimiento estratégico y táctico, conceptualización posicional, tenacidad psicológica. Y el despiadado desenlace: la victoria total sobre el contrario. En 1935 Alekhine declaró a la aduana polaca: “Soy Alekhine, campeón mundial de ajedrez. Tengo un gato que se llama Ajedrez. No necesito pasaporte”.
El autor menciona las tendencias nazis del gran maestro, el alcoholismo y la megalomanía que lo llevaron a perder su corona ante un rival muy inferior. Su voluntad de voluntad para sobreponerse, dejar el alcohol y derrotar un año después a Max Euwe, lo cual, amargo heroísmo, le otorgó morir con la corona puesta aun en condición miserable. Siempre se cumple el viejo dicho cervantino: todas las piezas, sin importar lo que hayan sido en el juego, van a parar a la bolsa.
“También el jugador es prisionero / (La sentencia es de Omar) de otro tablero / De negras noches y de blancos días. / Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?”, se pregunta Borges en el poema Ajedrez. Tal es otra enseñanza del sabio Sisa al inventar, él o cualquiera o nadie, la pasión que acompañó a Luis Ignacio Helguera hasta su último día, cuyo estilo de juego fue para quien esto escribe un enigma, igual que la causa de su inesperada muerte y sus fatales circunstancias.
Como celebrar partidas solamente a las siete de la noche. O creer, como Juan José Arreola, que en el momento de la apertura peón cuatro rey todo el universo se contrae para medir ocho por ocho escaques. O porfiar como Faulkner que es insensato creer que el ajedrez es simplemente un juego.
Nunca jugué ajedrez con Luis Ignacio Helguera. Alguna vez tendremos que hacerlo.
AQ