Cultura

Una noche de Poe en Washington DC

  • 30-30
  • Una noche de Poe en Washington DC
  • Fernando Fabio Sánchez

Serán ya 20 años cuando pasé vagando la noche en las calles de Washington DC. 

En aquel entonces estaba a punto de graduarme de la escuela de posgrado en la Universidad de Colorado en Boulder y buscaba trabajo.

Debía viajar a la convención de la Modern Language Association (MLA) para entrevistarme —a la par de cientos de candidatos— con universidades interesadas en contratar nuevos profesores.

Llegué al aeropuerto de Baltimore (que era más barato), y de allí me trasladé a la sede de la convención de la MLA en Washington.

Al inicio, no entendí lo que significaría aterrizar en la Bahía de Edgar Allan Poe.

Y es que solo reservé hotel para dos días. Era suficiente para asistir a las entrevistas y pasear por los edificios neoclásicos que vemos en los libros de historia y en la televisión: el monumento a Lincoln, el Obelisco, la Casa Blanca.

Recuerdo el frío húmedo y el viento colándose entre las efigies de mármol. Algunos rayos de sol apenas amarillos, filtrándose casi imperceptibles.

También guardo en la memoria la vitalidad de los barrios comerciales y el colorido de las casas adosadas, de varios niveles, que comparten paredes laterales.

Pero resulta que (a causa de mi escaso presupuesto) había comprado el vuelo de regreso para la madrugada del tercer día.

Con la juventud como consejera, pensé que sería fácil dejar el hotel a mediodía y pedir que cuidaran mi equipaje.

Luego, pasaría la tarde en los museos. De allí, migraría a los centros nocturnos, hasta que fuera hora de pasar al hotel a recoger mis cosas e ir al aeropuerto.

El primer problema fue que los centros nocturnos cerraron muy temprano, cerca de las 9, y yo, ya cansado de tanto caminar, me vi obligado a modificar el plan.

¿Qué tal si me regreso al lobby del hotel y desde allí salgo al aeropuerto?, pensé.

Así lo hice. Me senté en un sillón y me puse a leer.

Dos horas más tarde, cuando ya me había quedado dormido, vino a despertarme el encargado del front desk, y me dijo que, si no tenía habitación, debía irme.

Apenas iban a dar las 12 cuando tuve que caminar por las calles, buscando otro lugar para descansar.

Intenté la maniobra del lobby en dos hoteles más, y en los dos me dijeron que me fuera.

No me quedó otra más que vagar por la ciudad como un “homeless”, tal como viven miles de personas en ese país y en el mundo.

Caminé, protegiéndome del viento frío, la oscuridad y lo desconocido.

Al llegar a un parque y sentarme en una banca, creí que estaba invadiendo el espacio de los hombres y mujeres de la calle (como antes lo había hecho en el hotel), y que en cualquier momento saldrían a reclamarme.

En ese momento llegué a entender la tragedia humana de cargar un cuerpo cansado y no tener un espacio personal y seguro para darle reposo.

Comprendí la fragilidad con que una persona en los Estados Unidos puede convertirse en pordiosero.

Mi caso era circunstancial, temporal, pero lo sentí en la piel con el mismo peso y la vulnerabilidad de los que han perdido su trabajo, el crédito, su casa, o han caído bajo el yugo de una droga.

Me dije, vine a esta ciudad a conseguir un trabajo, pero he descubierto uno de los secretos más oscuros del capitalismo.

De inmediato, caminé hacia el hotel para pedir mi maleta y me fui en taxi al Dulles Airport de Washington.

Allí, bajo las luces potentes que se reflejaban sobre pisos nuevos, contemplé con ironía que en cada pasillo había un desfibrilador listo para revivir el viejo corazón de un político.

No conté lo ocurrido esta noche a nadie, hasta ahora que vi en los periódicos la federalización de Washington por parte del presidente.

Estoy seguro de que, en las condiciones actuales, no tendría la opción de caminar por las calles nocturnas de la capital, y como cientos de gente sin casa sería levantado por el ejército o simplemente desaparecido.

Extraños —y oscuros— son los caminos del capitalismo. En sus variantes nos internamos como quien avanza en la noche de Poe.


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