Despertamos en Battle Ground, Nevada, en nuestra segunda jornada de regreso a California, tras la travesía a Montana que he narrado en las últimas semanas.
Luego de cargar combustible en una solitaria estación sobre la carretera 80, emprendimos la marcha.
El desierto se abría ante nosotros, mientras bajábamos por esa diagonal que cruza el estado hacia Reno, puerta de la Sierra Nevada.
Allá a lo lejos, el cielo estaba rayado por nubes cargadas de humedad. Las líneas del terreno parecían reflejarse en el cielo.
Era el preludio de algo más, que se hizo presente en el cristal del parabrisas: gotas de agua fría de una breve lluvia.
Antes de iniciar el ascenso, nos detuvimos en un área del desierto. Snoopy y Maestro estiraron las piernas y olfatearon las rocas.
Luego llegó Reno, la primera gran ciudad después de casi dos días de viaje desde Billings. Allí cargamos combustible en una gasolinera fusionada con un casino.
Era la mitad de la ruta, y como estábamos muy cerca de California, sentía que las preocupaciones generadas al inicio del viaje no tenían sentido, que lo más difícil lo habíamos superado.
En eso pensaba cuando le quise ganar el paso a un coche que venía a una distancia media.
Y, mientras atravesábamos la carretera, noté que el conductor del otro coche me hizo “la señal del medio dedo”, la señal gringa por excelencia.
Era paradójico que la única manifestación de hostilidad había ocurrido ya casi en casa, a raíz de una maniobra automovilística. ¿O habría sido por algo más?
Me sacudía esos pensamientos cuando fue necesario concentrarme en el camino.
Mientras subíamos la cuesta de las montañas, el tráfico se volvió más lento. El cielo se había tornado de un gris intenso y el viento estaba helado.
Entonces empezó la lluvia, que pronto se transformó en hielo, adhiriéndose a los cristales empañados.
Justo al pasar Lake Tahoe comenzó a nevar, y de no ser por la ropa de verano habría pensado que me había equivocado de estación.
Nubes densas nos rodearon, mientras la nieve se estacionaba en los pinos y cubría el verde pasto.
Estábamos tan alto que sentí que habíamos llegado a tocar el cielo.
Disfrutamos del momento, abriendo las ventanas. Los canes sacaron las narices y bebieron aguanieve.
Y como todo en la vida, la experiencia terminó.
Empezamos el descenso hacia Sacramento, ya en California.
Habíamos dejado de ser turistas. Estábamos a cinco horas de nuestro destino final.
Luego de pasar la capital entre tráfico, altos edificios y centros comerciales, entramos en la laguna invisible, ya secos, bajo el sol brillante y severo, desnudos de expectativas.
Y nos entregamos a los campos leonados, lejos de las montañas, reconociendo el terreno, esa región que llamamos casa.
Al salir de la autopista 5 y cambiar a la 41, recorrimos lomas de mediana altura, forradas de matorrales, como en un safari.
El sol iba declinando, prendiendo el amarillo en todo el horizonte. La mirada se volvió de fuego.
Hasta que emergimos otra vez en la autopista 101, justo en Paso Robles, famoso por sus vinos y viñedos.
Todo parecía tan reconocible. Los perros empezaron a intranquilizarse. Sus narices les decían que habíamos —al fin— regresado.
Al entrar en casa, sentí la nostalgia del viaje. Había empezado la cuenta regresiva para el próximo recorrido a Montana.
Al recorrer los cuartos, mientras los compañeros de viaje ladraban anunciando su presencia, descubrí que los cornetines del balcón habían florecido en los días de ausencia.
Sentí que mucho había ocurrido en unos cuantos días.
Vaya manera de terminar ese viaje y ese día en que pasamos de la nieve al fuego.
Me sentí agradecido porque nada de lo que había temido sucedió durante nuestra travesía por la nación de las banderas rojas.
Pero esta nación sigue en lucha.
Y este hombre, con sus dos canes en un Honda, viajará otra vez para completar el corazón.