¿Será que los viajes de regreso son más breves y planos que los de ida?
Estábamos por regresar a California desde Montana, después de haber pasado algunos días con Jennifer, TJ y David, tal como leímos la semana pasada.
Así, levanté el campamento, cargué el coche, preparé a los canes y logramos salir antes de que se venciera la cabaña.
Entonces empezó el viaje a la inversa.
En vez de pensar en la inminencia del encuentro, la mente estaba ocupada por los momentos compartidos, elongando las ligas atadas de corazón a corazón, en un mapa con las ciudades al revés.
Repuesto a la nostalgia por un instante, fue asombroso ver las montañas de Yellowstone a lo lejos, altísimas, cada vez más cercanas.
Subirlas y, luego, atravesarlas fue una especie de consuelo. Era casi el mediodía, y el sol entraba por lo alto, como una columna.
Corrimos paralelamente a las balsas que avanzaban rápida e intrépidamente por los ríos.
No faltó que Maestro se pusiera nervioso, y que nos detuviéramos al borde del camino para caminar y olfatear.
Luego vino el descenso y Montana, como un sueño al despertar, empezaba a quedar atrás.
Como un adiós por el momento, nos detuvimos a poner gasolina en Livingston, en medio de las montañas.
Me sorprendió que, pese al tamaño de la ciudad y su aislamiento, el camino que la dividía en dos —como en Villa Ahumada, Chihuahua, donde la carretera es la arteria principal— estuviera densamente transitado por camionetas y coches veteranos.
Se trataba de montañeses renegados, deseosos de vivir fuera del ojo estatal, aunque —como cualquiera de nosotros— obligados a comprar provisiones o combustible.
Además de llenar el tanque y saludar a una seria dependienta, pedí, a través de una computadora, una hamburguesa en McDonald’s, desfalcando mis finanzas.
La inflación, que no cede.
Luego, con maniobras propias de la Ciudad de México, dejamos atrás el tráfico de Livingston y retomamos la ruta.
Más tarde, los campos de papa se extendían en el horizonte, y avanzábamos como corrientes que se escurren.
Pero al llegar a Idaho Falls nos sorprendió la “rush hour”, y nos dilatamos otra vez: en esta ocasión no pudimos recurrir a la picaresca del volante.
El plan era llegar hasta Nevada, entrando por Jackpot, antes de casi abandonar la aparente civilización.
Como suele suceder, nos extraviamos un poco en la madeja de caminos. Al desconocer el escenario, regresamos por donde vinimos.
Media hora más tarde, intentando recuperar el tiempo perdido —ya en ruta otra vez— nos sorprendieron los vientos del oeste, también llamados westerlies.
Eran corrientes vigorosas que golpeaban por la derecha, volcaban tráileres y casas rodantes, y azotaban el polvo contra el suelo.
Como un artista, el viento dibujaba culebras que parecían reptar en todas direcciones.
Era una visión propia del desierto. Por un momento, me pregunté: ¿dónde estamos?
Y si no hubiera sido por el azul plomizo del cielo, que contrastaba con el verde de los campos, hubiera jurado que estaba en Coahuila.
Durante horas, mantuve toda la concentración y las manos firmes en el volante, tranquilizando a Snoopy y Maestro.
Por seguridad, no tomé ninguna foto ni grabé video: la escena quedó solo en la memoria.
La tarde empezó a desvanecerse mientras los vientos amainaban.
Pasamos Jackpot casi de noche y, en la relativa quietud, nos adentramos en la oscuridad. Horas después llegamos a nuestro destino, Battle Ground, Nevada.
Al bajar del auto, contemplé el cielo transparente, repleto de estrellas.
Era la calma después de la tormenta. Estábamos listos para descansar.
Era el viaje de regreso, aunque no por eso las experiencias habían desaparecido.
Y apenas habíamos concluido el primer día; aún nos aguardaban más sorpresas, como veremos la próxima semana.